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De tal Verdecencia

entreficheras

Ese Chamuko

Ahí están, solas o en grupo. ¡Nel! las que andan solas son más prendidas.

Apenas vas a checar tarjetón, ella apenas viene del baile. Sus tacones sucios en mano, de mirada y perfume tabaco, pies descalzos que siguieron el mal-compás de rucos fiesteros que pagan más cara la pieza, sólo por acariciar una piel de primavera: “de a 20 la pieza, las tamalonas de allá cobran 10”. Divorciados, sancheros, arrepentidos de decir “Si, hasta que la vida nos separe”. Se tatúan a la santísima flaca, sombra que las cuida, las manitas con rosario y las virgencitas se quedan en casa. Sus grandes arracadas saben muchos secretos. Todos quieren volver a los 15; ella escapó de ahí. Ha vivido todos-todos los años, pero (la diferencia) bien vividotes. Corta edad que por densidad daría clases a vuestra católica abuela.

Tan viva, su presencia nos vuelve obsoletas máquinas enajenadas en un disque vivir. Tarde, de regreso a casa; sigue ahí. Tarde empieza la vida y yo voy de bajón. Mientras estabas de fingidas buenas tardes ella estaba de “una pa’la cruda y otra pa’dormir”. Después del ritual ángelface y labios radioactivos, no importa como visten, siempre son de color rojo, rojomadrugada, rojosangre, rojodesmadre, rojopisto, rojonosé, rojobaile, rojohumo, rojotraitelasotras, rojocalle, rojomevaleverga… y yo tan sueña bonito.

Mis aplicaciones recién descargadas parecen barajitas de otaku chaquetero frente a sus risas cagaleras, y tienen razón para reírse. Si alguien las ve mal o les molesta su reggaeton en altavoz, es por pura muy decente envidia verdosa.

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Nocturno de rabia

Ilustración: Mujeres grabando resistencias
Ilustración: Mujeres grabando resistencias

Por Viviana Cabellos de Cuervo

La cúpula negra del cielo era como un campo magnético. Una fuerza inusual se apoderaba de mí, el viento ondeaba mis cabellos y los hacía crecer. Yo sentía el cosquilleo en mi cráneo y mi cabello se ennegrecía y se retorcía como las serpientes. Todo eso era muy raro, pero me resultaba placentero. Es algo que últimamente me había estado sucediendo cada que salía de casa ya muy entrada la noche.

     Seguí caminando a paso firme, pero con tal ligereza que apenas puede darme cuenta de que mis pies habían desaparecido. Flotaba, sí, en contra del viento. Hubiera querido volar hasta donde tenía que ir, pero son tiempos modernos, y mi sentido de la civilización, castrante como es, me hizo tomar el metrobus. Así de mundano, nada especial.

     Me planté en el andén, nadie había notado mi presencia y eso era bueno. Después de unos minutos percibí un olor tan fétido, que me era imposible ignorarlo. Empecé a sentir náuseas y un dolor en las entrañas, como si mis vísceras empezaran a comerse unas a otras. Con la mandíbula apretada, y un coraje que no me explico, comencé a voltear para saber de dónde provenía la peste: humo verde salía de los ojos de un anciano, y lo dirigía todo hacia una mujer morena con unas zapatillas que la hacían ver muy alta.

     Las náuseas continuaban y de pronto me crujió la espalda, sentí como si los omóplatos se me encajaran en la piel y luego se salieran. Noté que la gente empezaba a mirarme: los ojos se me entornaron y las venas de mi cuello parecían asfixiarme. No entendía por qué, pero los veía a todos tan lejanos y tan pequeños, que por un momento pensé que me estaba elevando. De cualquier modo, no presté atención al hecho. El malestar era demasiado grande, un remolino se azotaba en mi garganta y justo cuando pensé que iba a vomitar salió de mi boca una voz potente que casi no reconocí:

     —Cuida tus ojos, anciano putrefacto. —Me miró con un gesto tan compasivo que me llenó de rabia.

     —No te escucho— dijo, haciendo alarde de su edad avanzada para causar lástima y hacerme quedar como una insolente. Mi espalda seguía tensándose. Recuerdo pronunciar palabras aterradoras, resonaban en el viento. Los pulmones estaban llenos de aire, y vibraban. Era un momento frío, suspendido en el tiempo, en el espacio. Yo flotaba y los demás giraban en torno mío, aterrados.

     Ráfagas seguían saliendo de mi boca, espuma, gusanos y un sinfín de alimañas, que azotaban al anciano de un lado a otro del andén. Los cristales reventaron, el anciano sangraba en el suelo, su cabeza estaba rota, los ojos fuera de órbita.

     Tiempo después, tuve la sensación de sentir de nuevo el suelo con mis plantas, el sonido de los cristales rotos me regresó a la realidad. El viento cesó y el mundo dejó de girar. Por fin llegó el metrobus y lo abordé. La mujer morena de zapatillas de aguja me miró desconcertada y sonrió.

     A la mañana siguiente, desperté en mi cama. Aún me dolía la espalda, me ardía como si alguien se hubiera puesto a jugar gato con un cúter en mi espalda. Había plumas negras, como de cuervo entre las sabanas.

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Buenos para nada

Por Eréndira Cortés

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Ilustración: Iurhi Peña

Éramos un grupo de buenos para nada. Siete jovenzuelos que no satisfacíamos el prototipo normal de ciudadano en la ofuscada urbe que habitábamos. En aquel entonces, los días implicaban una densidad insoportable: nuestro problema eran las cosas mismas, y la causa, nosotros mismos.

     Solíamos reunirnos ¿a qué? al deleitable placer del ocio, actividad casi extinta en esos tiempos. Teníamos un punto de reunión en la zona centro de la ciudad. Era un edificio inerme, situado en una esquina, que a raíz de un sismo se había reducido a ruinas y únicamente conservaba la estructura de los cuatro niveles que lo conformaban. Por lo menos una vez a la semana nos veíamos ahí para hacer todo eso que ya no se hace, aquello que casi nunca se hizo o una mezcla de ambas cosas.

     Esa mañana la gente celebraba el día del trabajo. Organizaban un desfile atroz que cruzaba justo por una de las calles donde se ubicaba nuestra guarida. Mientras todo un puñado de personas se apilaba para ver pavonearse a otro tanto, nosotros estábamos en la azotea del cuarto piso viéndonos las caras, sin saber qué hacer.

     Uno de los chicos había traído una reja llena de mangos —supuestamente inservibles— del negocio de sus padres, que aún nadie se atrevía a probar. Sentados, tirados en el piso o de pie, nos pusimos a conversar esperando que pronto terminara la tormentosa procesión. Sentíamos mucha incomodidad por toda esa gente de la que comúnmente solíamos escapar. El ruido de su música, su barullo, sus discursos, su publicidad, su inservible retórica y en general toda su mierda hacían más fastidioso el calor primaveral.

     De pronto, uno de nosotros dio la pauta y zapatos, blusas, playeras, pantalones, faldas, shorts, se nos fueron resbalando; así, desnudados en ropas, nos fuimos cubriendo de piel. La consigna surgió por sí sola, quizá impulsada por lo que ocurría sobre el asfalto: como sabíamos de sobra que las protestas, quejas o exclamaciones no servirían de nada, este día hablaríamos con el cuerpo.

     De a poco, cada vez con menos pudor, los gemidos, sudores, olores, vellos y cabellos se conjuntaron en una sola cosa, en un sólo cuerpo. Si abajo algunas morbosas miradas se iban situando en la azotea de aquel edificio abandonado, su atención se disipaba al paso de las caravanas. Para nosotros ya no importaba el desfile o el calor, predominaba una energía carnal, una fuerza que nos imantaba los unos con los otros sin distinción.

     Sentir tanta cercanía era la gloria, cada parte de nuestro cuerpo palpaba barbillas, axilas, dedos gordos, entrepiernas, codos, orejas, nalgas, rodillas. Sobre todo las lenguas querían explorar cada sinuosidad epidérmica: se deslizaban por los dorsos, bajaban por los muslos, de pronto se atoraban en el hueco del ombligo como queriéndole encontrar su fin.

     Los dedos también se escabullían por todas partes, algunos con toques bruscos se paseaban por las costillas, el cuello, los pezones; otros, apenas con suaves roces, se deslizaban por los labios, por las caderas o las plantas de los pies. Toda esa proximidad de verdad nos hacía falta, pues parecía que estábamos más cerca de las cosas que de los otros.

     El estruendo de la música se distorsionaba en vibraciones, acompasaba nuestras figuras, y cada vez se escurría con mayor facilidad. Las ondas resonaban hasta nuestros adentros, y el eco se confundía con las respiraciones cadenciosas, el sutil chirrido de los labios, o el vacío de nuestros orificios siendo colmados. Creábamos así un ritmo distinto que afuera ni siquiera se hacía notar.

     La reja de mangos, que había quedado en medio de toda la faena yacía volcada, los frutos deambulaban de un costado a otro, de una pantorrilla a la otra, hasta que uno a uno, los mangos fueron reventando y la pulpa les brotó por la presión que nuestros cuerpos ejercían con las cálidas fricciones.

     A lo lejos, se alcanzó a escuchar el estruendo de los fuegos artificiales y tres helicópteros interceptaron el cielo. A la par, en el interior de la guarida, fueron segregándose uno a uno fluidos placenteros, gotitas de éxtasis, lágrimas de alegría desembocaban en nuestros vientres y emergían al mundo sin chistar, acompañadas de un último soplo que lo contenía todo.

     Hoy, al filo de esta noche sobria que presiente todo eso tan lejano, todavía no puedo determinar con certeza si aquello en realidad ocurrió o fue el efecto del calor y el tedio, una especie de espejismo devorado por el viento.

     Sólo me queda claro que de un momento a otro todos tragábamos mangos con esmero, mientras que al día siguiente nadie dijo una sola palabra; y con justa razón, porque nos habían enseñado que esas cosas debían causar vergüenza y ocultarse, siendo que las matanzas, la corrupción y toda esa sarta de brutalidades se practicaban a plena luz del día.

El periplo

Por Karla Tamayo

 

Cerré los ojos. De pronto me recordé en la Frailesca. Tenía 12 años. Era verano. Estaba frente al patio, ancho, verde, de la casa de papá. Sentía el viento que me golpeaba la cara, frío, tibio. Hacía un eco profundo, delgado, en los oídos, que me maravillaba: era el sonido del aire pasando por las cavidades, entre los árboles, como una barcaza entre las olas de la nada. Era la música que emergía de las copas, donde las hojas se rozaban ligeramente unas contra otras, provocando una sinfonía de cascabeles verdes; el sonido era verde o dulce, y yo me erizaba tanto.

Tenía ya 15 años. Esa tarde llegué a la sierra. Era inverno y el frío calaba. A lo lejos alcanzaba a ver las luces endebles de los quinqués, que pardeaban entre las tablas de las paredes de las casas. También se veían intermitiendo suavemente por los orificios de las láminas, formando un espectáculo de cucayos sobre los oxidados techos de La grandeza. El equilibrio entre el paisaje de luces y sombras, entre la neblina y la tiniebla, me parecía una húmeda y aguda sacudida.

Por fin entré a la casa de Amable, era de tierra. Desde el portal podía sentir el olor, el llamamiento. La densa oscuridad era levemente penetrada por los filos mellados de su foco de 60W. Me invitó a sentarme a la mesa. Puso una taza pequeña, azul, de peltre frente a mí. Vertió  el caliente, fuerte, amargo quizá, café que me acarició la cara con el vapor que no se intimidaba ante el frío. Luego puso otra, la sirvió, y se sentó frente a mí. Comenzó a hablar sobre no sé qué cosas del clima y del río del que sólo quedaban guijarros. Yo nada más podía sentir el paso del líquido fluyendo por mi pecho, por mis venas: quemándome.

Era primavera. Iba en el barco hacia Valparaíso. Había un sol tan intenso que doraba la cubierta. Leía, extasiada, el capítulo siete de Rayuela. De repente el barco comenzó a mecerse con un rigor que me lejos de intrigarme, me provocó. Corrí hacia la proa: me aferré a las barandas. Sentía el mar tremolando, enardecido, produciendo un sonido sordo, como el del enjambre cuando se desata como temporal. Las olas chocaban contra el costado de la embarcación, salpicando mi cara, poblándola de brisa y de sal. Cerré los ojos. Entonces mi boca era el centro. Mis labios sentían los embates del Pacífico que se empeñaba en cavarla violentamente. Los movimientos eran cada vez más intensos de modo que tras un crujido estremecedor, abrí los ojos… Fue entonces que vi la tierra, se desprendía lentamente de mi boca. Alejándose me revelaba sus lunares, su piel oscura; sus cucayos, su patio; su viento, su neblina… su mar. La distancia le iba poniendo forma: te daba sentido. Fue así que te reconocí, sonriendo. Eras una cicatriz de mi boca, de la historia de mi boca y de la rebelión de mi memoria que en ella desató tu beso.

Ciudad de México, 28 de junio de 2013.

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El beso

Oscar Vez Memoria del naranja eléctrico. (De la serie MIKISTLI -Cambio Constante-) Acrílico espatulado y transparencias sobre tabla. 100cm. x 70cm, 2013
Oscar Vez
Memoria del naranja eléctrico
Acrílico espatulado y transparencias sobre tabla.
2013

 

 

Francisco Naishtat

Enarcados por encima de la mesa
en un puente repentino de las bocas
mordidas derretidas ahogadas
en un beso intempestivo
del último acto.

Definitivo adiós
o inesperado golpe de dados
perdición infernal
o deus ex machina
antes de que caiga
el telón.

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Bésame, bésame mucho

Dibujo: Daniela Ruíz Goyzueta
Dibujo: Daniela Ruíz Goyzueta

Por Karla Tamayo

 Emiliana tenía ojos grandes, labios delgados, manos escuálidas, suaves, y unas piernas que edificaban el deseo en cualquiera que las tuviera de frente. Bebía un trago del wisky doble que le había invitado Roberto, su cliente más asiduo. El mismo que la miraba desde la mesa cerca de la pista.

Azul, la bailarina, sin desvestir su cuerpo se movía exageradamente como en torpes espirales descendentes, brillantes, entre sudor que centellaba. Era guapísima, pero no se comparaba con Emiliana. Y él sabía perfectamente que verla relucir sobre la pista era sólo un entremés, suponía nada más el inicio de lo que más tarde iba a tener: aquello que exactamente lo llevaría con religiosidad a La casa de los milagros.

Quiso llamarse Rubí, como eran llamadas comúnmente las putas. Bebía tranquila, miraba hacia un sólo sitio, fuera de escena, desconectada. Era presa de alguna pulsión muy ajena al cabaret. Como si se condujera automáticamente, casi sin sentir.

Roberto la invitó a bailar para comenzar el cotidiano ritual hasta finalmente concluir en una falsa felicidad, cuatro horas, con un depósito bancario previo a la cuenta de ella por tres mil quinientos cincuenta pesos.

Bailaron Perfume de Gardenias. A él le gustaba el danzón y ella cumplía con la parte del contrato con la mejor de las sonrisas. Terminaron juntos, como era de esperarse y como debía ser, en el departamento de Roberto.

Cuando fueron las cuatro de la mañana, Emiliana se levantó de la cama, se bañó, se vistió, y con el último de los tragos del wisky  ya caliente, y un rictus indefinible, se despidió de él.

Salió y llegó al edificio de la tercera poniente. Subió las escaleras. Abrió la puerta y se sentó en el sillón. Encendió el reproductor de música y puso play. Inmediatamente comenzó a sonar Bésame mucho, en una versión muy antigua:

Bésame… —Salió de la habitación, Valentina.

—bésame mucho… —aún semidormida,

como si fuera esta noche, ­—se sentó a su lado,

la última vez, bésame, —le dijo canturreando.

Emiliana le tomó la cara con ambas manos, y le dio el beso más dulce, más hondo, como si fuera esa, la última vez.

Bésame… bésame mucho, que tengo miedo a perderte, perderte después…

—¿Muchos pacientes? ―Preguntó Valentina entredormida.

―No tantos. ―Contestó Emiliana. Luego, en silencio, aquella la abrazó por la espalda y en breve se quedaron profundamente dormidas.

Tuxtla Gutiérrez, Chiapas, 25 de febrero de 2010

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Un perro sin correa

Eldi Dundee FetBoy No 1. (Bound) 2011
Eldi Dundee
FetBoy No 1. (Bound) 2011

Anjesen / Luis Humberto Molinar Márquez

Un hombre de mediana edad entra a su casa en las afueras de la ciudad. Entre cientos de casas aún vacías, la suya no tiene en realidad ninguna pecularidad. Es una morada de interés social pequeñísima, con un espacio grande que es habitación y sala de estar y un baño diminuto y nada más. Ha sido un día de trabajo muy duro y lo único que el hombre quiere es tirarse en su colchón a ver la serie de televisión que ha conseguido en DVD el día anterior. Apenas cruzando el umbral oprime el botón del apagador pero la habitación sigue a oscuras. Decide tirarse así, en la negritud de un cuarto que refleja la negritud de su vida. El control remoto de la tele debe estar tirado por ahí, entre el tazón de las palomitas vacío y una sábana echa bola que huele a sudor de semanas.

    Se quita las botas, se desabrocha el pantalón y lo deja caer a sus pies. Dando un paso se sale de él y se sale de su día. Se quita los calcetines con la mano, se desenfunda la playera y la bota hacia el rincón más alejado de la puerta del baño, para no tropezar con ella cuando tenga que ir a orinar. En la intimidad de su desnudez, se deja caer de espaldas.

El golpe tan fuerte que se lleva en la espalda y el latigazo de su cabeza contra el suelo hacen que vea estrellas como si un hada se hubiera colado en el cuarto oscuro. Se soba la cabeza un minuto y luego agita sus miembros como los niños que dibujan angelitos en la nieve: el colchón no está en su lugar.

Como tampoco encuentra el control remoto, decide pararse a encender la televisión para ver qué es lo que sucede. El televisor tarda unos segundos en encender, el volumen es tan bajo que el murmullo de los grillos que pueblan el pasto crecido afuera de la casa parece ensordecedor. La habitación se ilumina en débiles tonos azules que suben y bajan de intensidad y entonces, entre sombras danzantes, comprueba que el colchón no está por ningún lado. El suelo alfombrado y los muros están desnudos como él, excepto por la ropa que se ha quitado al llegar, la pantalla de televisión y algo oscuro que está tirado cerca del contacto del muro que solía hacer las veces de cabecera. El hombre se acerca a ese objeto lentamente, se coloca en cuclillas y con la poca luz de la pantalla analiza el objeto. Es un cinturón o una correa. La sigue con las manos y descubre una cadena de metal unida a ella por una argolla. No hay duda, se trata de una correa. Una correa de perro.

La puerta del baño está abierta pero las cortinas siguen cerradas y no corre el viento. Quien haya estado adentro se marchó con su colchón y dejó atrás la correa y la cadena. Eso, o la persona que entró sigue adentro con él.

Al pensarlo se le eriza el pelo, entonces nota que una arista de la habitación es más oscura que las demás y comprende que en efecto no está a solas.

¿Quién es?, ¿quién está ahí?

Soy Enrique, tu vecino. La voz es grave, segura, tranquila.

¿Enrique?

Enrique, tu vecino de la casa de enfrente. Me mudé hace un par de días.

Sí, sí. Te vi limpiando tu casa. ¿Se puede saber qué haces aquí adentro? ¿Dónde está mi colchón? ¿Es que también piensas limpiar mi casa y dejarme el puro vacío?

¿El vacío? Ese ya lo tienes. Por eso he venido. Te traje un regalo.

El hombre titubea. Sabe que el vecino bien podría tener un arma. Quizá sean las únicas personas en un par de cuadras a la redonda, así que decide mantener la calma y averiguar de qué se trata todo eso.

¿Te gustó tu regalo? Espero no haber errado la talla.

Mi… ¿La correa?

Sí. Tu cuello se escocerá un poco los primeros días, pero veré que descanses y que la ventilación sea suficiente para evitar heridas e infecciones.

    El hombre está totalmente desconcertado. Está solo, desnudo en el fondo de su habitación con un hombre extraño que bloquea la única salida; un hombre que posiblemente esté armado y que lo tiene arrinconado en un área de diez metros cuadrados de un área casi despoblada. Sin saber qué hacer y sin fuerzas para luchar, decide esperar el tiempo que sea necesario para idear un plan coherente. El vecino le explica que lo ha vigilado incluso antes de mudarse al fraccionamiento. Con una tranquilidad hasta cierto punto contagiosa le dice que sabe que su padre ha muerto recientemente y que ahora la libertad le viene demasiado grande.

Todos los perros de casa necesitan la correa cerca. Te vi cabizbajo y supe en seguida que eras uno de esos perros sin amo que no pueden andar paseando por ahí sin una guía, con todo ese peso encima y sin alguien que te cuide, sin disciplina, solo. Así que te compré una correa para sacarte a pasear y habituarte a todo esto. He decidido adoptarte. A partir de esta noche tú eres mi perro y yo tu amo. Me tomé la molestia de llevar el colchón a la casa de enfrente, para que no estorbe ni se ensucie demasiado durante el entrenamiento. Después me mudaré aquí contigo y verás que cambiará tu semblante. En sus treinta y tantos años de vida el hombre jamás ha sido especialemnte asertivo, así que acepta las condiciones esperando encontrar en algún momento el modo de escapar o de buscar ayuda.

Pasan las semanas, pero el hombre se habitúa tanto a su nueva vida, a los cuidados de Enrique, a su voz maravillosamente calmante, a las tardes tranquilas escuchando jazz y sintiendo una mano acariciando su cabeza, que poco a poco la idea del escape empieza a parecerle una tontería. Además las croquetas no saben nada mal y el cabello ha dejado de caérsele. Enrique es un buen amo y le da la disciplina que necesita, además le proporciona comida y agua, lo saca a pasear todos los días e incluso lo deja perseguir el chorro de la manguera los sábados cuando riega el césped. A pesar de que no es un perro de jauría, los perros de los nuevos vecinos le tienen mucho respeto. Enrique dice que en poco tiempo podría ser un buen alfa. En efecto, su semblante ha cambiado: es un perro sano, feliz y seguro.

    Cierta noche le es imposible dormir. Se asoma cada cinco o diez minutos por la ventana del frente. Las luces de los autos de los vecinos dan la vuelta en la esquina y pasan de largo para estacionarse frente a sus casas, pero esa noche Enrique no llega a casa. Él se promete que no llorará, que será valiente y fuerte. Ha oído a los otros perros aullar a veces, pero se dice que él no, que será un buen perro para que Enrique esté orgulloso de él cuando regrese. Dos noches más tarde ya no puede soportar más la espera y decide escapar por la ventana del baño en busca de su amo. Su olfato es bueno pero ha pasado mucho tiempo bajo techo. Salvo por algunas confusiones al principio, en lo que se habitúa a los aromas nocturnos, logra seguir el rastro de Enrique fuera del laberinto de casas y se dirige con firmeza hacia la gran ciudad.

    Tres días han transcurrido en su andar. Casi sin aliento, con las tripas pegadas al costillar, llega a un terreno bardeado al otro lado de la ciudad. Amanece, la brisa baña su rostro y los pájaros le dan la bienvenida con su escándalo de trinos y aleteos. La reja de entrada aún tiene el candado puesto, pero atravesar entre los barrotes es cosa fácil estando tan flaco. Adentro todo huele a tierra y flores, el aire es fresco y los árboles enormes. El aroma de Enrique ha cambiado en los últimos días, pero sigue siendo suficientemente fuerte. En un punto específico del vasto campo el aroma es más intenso y escapa entre los terrones frescos que cubren la tumba donde ha sido sepultado Enrique. Como buen perro, se echa junto a la tumba de su amo, suspira profundamente y con los ojos cerrados se dispone a esperar su propia muerte.

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Ilustración: Alex Xavier Aceves Bernal

Al sonoro rugir del tacón

Ilustración: Alex Xavier Aceves Bernal
Ilustración: Alex Xavier Aceves Bernal

por Karla Tamayo

Hubo un tiempo en que los hombres eran hombres y las mujercitas se quedaban en la casa, atendiéndolos, como lo que son: mujercitas, dice resoplando mi tío Juan. Yo nomás lo miro haciendo como que la virgen me habla, porque si llegara a saber un solo detalle de mi vida, ¡jo!, quién sabe lo que pasaría. Lo dice encendiendo un Alitas, tocándose los huevos y mirando despectivamente y con un poquito de lujuria a Lola, mi hermanita, que en vez de estar haciendo la comida hoy que es domingo, está recostada en el sofá leyendo a Mariano Azuela, para su trabajo de la Novela de la Revolución. Yo nomás me quedo callado, ¿qué puedo decir?

Mamá sale de la cocina con los platos, lo mira con cierta conmiseración y le dice:

Ay, Juanito, esos tiempos ya pasaron. Lola, dile a tu tío que el libro que tienes en las manos es el único sitio donde pasan esas cosas.

Lola solo sonríe, yo sigo poniendo la mesa.

No, Gloria. Tú sabes que lo hombre se hace, no te vaya a salir mampito alguno de tus hijos por andar con esos piensos.

Mamá me mira y suelta una  risotada enérgica.

¿De qué te ríes, Yoya? ¿A poco este es mampo?refiriéndose a mí de nuevo, con su cara de guarro. Tuve ganas de mentarle la madre, pero resulta que su madre es mi abue.

        —¡Ya está la cena! -grita mamá, y todos nos apresuramos a sentarnos alrededor de la mesa. 

¿No iba a venir Fernando? pregunta el tío.

Viene en un rato, Juan.Come.

El tío Juan orquestó las conversaciones que fueron de los recuerdos, que no son suyos, de la revolución mexicana a la manera adecuada en la que un ranchero debe ayudar al toro a preñar una vaca. Como puede intuirse, los temas revolucionarios tocaron a Lola y los de la vaca a mí. Me dio un asco… que varias veces estuve a punto de vomitar sobre la mesa.

         A las 8:30, casi cuando terminábamos de cenar, se escucharon unas risas fuertes, claras, limpias, que provenían de la escalera.

Es Ferrushle dije a mamá, quedito.

Juan, ¿quieres postre? Fer dijo que prepararía uno de fresas. Te gustan las fresas, ¿no?

De pronto se oyó que metían la llave en el cerrojo, luego la hicieron girar y por fin se abrió la puerta:

¡Hola, familia! dijo Fer.

Mi tío, que intentaba raspar el fondo del plato que había quedado lleno de queso dorado, alzó estrepitosamente la mirada. Conforme iba subiéndola por el cuerpo de mi hermano (que estaba lo bastante atractivo, fuerte y acicalado para levantar miradas, miembros, envidias, no sé), iba proporcionalmente abriendo la boca. Fer sonreía con ese gesto casi angelical que lo caracteriza. Todos celebramos su llegada.

¡Tío Juanito!dijo.

Y todos nos quedamos callados, incluso Ernest, que se había quedado en el pórtico y tenía, como siempre, tanto que contarnos sobre cualquier cosa por irrelevante que esta fuera. Se escucharon como balazos los tacones de Fer que atravesaron el salón hasta llegar frente al tío Juan, que para entonces estaba pálido, con la mandíbula desencajada: tac, tac, tac, tac, tac, tac, le dio un beso en la mejilla y le dijo algo al oído que no alcanzamos a oír; sin embargo, todos sonreímos un poco medio escondiéndolo, otro medio expectantes. El tío Juan se puso rojo, luego verde, luego otra vez blanco, se le hincharon las venas de la frente, como cuando hay mucho sol o se pelea con la tía Vero. Se levantó, lo miró a los ojos. Metió la mano en el saco y se oyeron los rugidos de nuevo: tres nuevos taconazos. Solo que esta vez los produjo un revólver.

México, D. F., mayo 19 de 2013

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Reencuentro

por Ardiente Scarlett

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Me llamó después de años de no saber de él. Platicamos poco pero me dijo que necesitaba verme. Acordamos que pasaría a recogerme a las ocho de la noche. Estaba nerviosa, después de tanto tiempo tenía que verme guapísima. Decido ponerme la falda tableada que tanto le gustaba y hace que mis piernas se vieran largas y torneadas, una blusa blanca entallada con mi bra favorito, (el que se abrocha por delante). Botas y cabello suelto, atuendo perfecto para verme radiante. Espero que él piense lo mismo.

Ocho en punto y suena el timbre. ¡Oh Dios mío, ya llegó!, abro la puerta y ahí está él, su sonrisa es tan sexy como la recordaba. Me saluda con un beso en la comisura de mis labios y cuando me abraza me susurra al oído:

Estás más hermosa de lo que recordaba. Después me mira de pies a cabeza.

Y veo que aún te acuerdas que esa es mi falda favorita. Los colores se me suben al rostro y solo logro decir, gracias.

¿Nos vamos? —Me dice señalando una motocicleta estacionada. Yo pienso; no es cierto, ¿Cómo voy a subirme con la falda? Él sonríe.

Vendí el auto, ahora este es mi vehículo. No te preocupes por la falda, yo sé cómo viajar y que vayas cómoda. Él se sube y después me pide que lo haga, ya arriba me pongo el casco y me abrazo a su torso. Su olor es delicioso y sentirlo tan cerca hace que me empiece a dar más calor del que ya hace.

Llegamos al estacionamiento y quedamos justo entre una camioneta y la pared. Cuando bajo de la moto y me quito el casco mi cabello está un poco revuelto; me ayuda a acomodarlo. Nuestras miradas se cruzan y estamos tan cerca que puedo oler su aliento, me mira fijamente y me dice:

De verdad nunca has dejado de gustarme. Me toma por la cintura y empieza a besarme, cuando menos lo espero coloca una de sus manos en mi rostro y va bajando lentamente por mi cuello hasta llegar a mis senos que para ese momento están tan erectos que siento que pueden verse a través de mi blusa la cual empieza a desabotonar. Su otra mano baja por mi trasero y explora por debajo de la falda.

No sabes cuantas ganas tengo de hacerte mía en este momento, murmura.

¿Se te antoja? Le pregunto mordiéndome el labio.

No hagas eso, no voy a poder controlarme.

¿Hacer qué? —Sé perfectamente que mis labios lo provocan. Pongo mi mano en su entrepierna y puedo sentir que me desea. Solo contesto:

¡Hazlo, nada te detiene!

Con un movimiento rápido me pone en cuatro sobre la moto, sube mi falda y de un tirón me quita la tanga, empieza a masajearme las nalgas mientras yo me mojo. Lo nota y usa su lengua para probar mis fluidos, empieza a chupar suavemente mientras escucho sus gemidos haciendo coro con los míos. Me toma por los hombros y me voltea, quedamos de frente y empieza a besarme. Puedo sentir mi sabor en sus labios.

Llevo mi mano a su pantalón y lo desabotono, bajo el cierre y meto la mano para sentirlo. Ya está grueso y firme, creo que está listo para penetrarme. Lo saco y me inclino frente a él, de reojo busco su rostro pero sólo puedo ver su barbilla y escuchar unos gemidos ahogados que salen de su boca. Empiezo a tocarlo con mi lengua, vaya que está excitado, trato de meter todo lo que cabe en mi boca y empiezo a chuparlo lo mejor que puedo, mientras que con una mano juego con sus testículos, con la otra desabrocho mi bra. Mis senos ahora están libres y empiezo a masturbarlo con ellos. Tener su miembro entre mis senos lo excita mucho. Él observa lo que hago mientras mete uno de sus dedos a mi boca. Me toma del cuello y me levanta, me da un beso tan apasionado que su lengua me invade por completo mientras sus manos juguetean con mis senos y mi sexo.

¿Estás lista para sentirme? Apenas puedo contestarle que sí, su dedo en mi vagina no me permite pensar más. Me acomoda encima de la moto y empieza a abrir mis piernas, de una embestida me penetra muy profundo, lo siento y solo debo pensar que este es uno de los momentos más excitantes de mi vida. Sus movimientos me dejan sin aliento, sus manos no paran de explorar mis pechos y mi clítoris y yo no puedo hacer más que gemir y sentir como se mueve dentro de mí. Llega mi orgasmo como un estallido múltiple, estoy extasiada y no tengo otra forma de demostrárselo más que de esta manera, mi postura en la moto no me permite hacer movimientos. Él siente mis fluidos y saca su miembro al mismo tiempo que pregunta:

¿Qué te ha parecido nena? Me incorporo con su ayuda.

No hemos terminado. — Le digo mientras le planto un beso y muerdo sus labios, bajo lentamente por su torso, no sé en qué momento se desabrochó la camisa, y llego hasta ese miembro que hace unos momentos me hizo estallar de placer, empiezo a chuparlo mientras lo masajeo con mis manos, juego con mi lengua en sus testículos y solo siento como agarra mi cabello con fuerza, aguantando sus ganas de gritar y guiándome sobre el ritmo que debo seguir para darle placer. Le empiezo a hacer una de mis mejores mamadas.

Ya casi me vengo, —Me dice. Saco su pene de mi boca y su semen se derrama sobre mis senos.

Baja la mirada y me observa mientras le limpio la cabeza con la lengua. Cuando termino me levanta me muerde los senos, con sus manos sobre ellos me dice:

No sé cómo he podido dejarte ir, necesito más de ti.

Y yo de ti.

Me limpia dulcemente y empieza a arreglarme el bra y la blusa, yo lo arreglo a él. Me doy cuenta que sigo sin mi tanga y cuando intento pedírsela solo contesta:

Esto me pertenece nena, tiene tu aroma y quiero conservarlo. Da un beso a mi nariz.

Te llevo a tu casa.

Nos subimos a la moto y cuando llegamos a mi puerta volvió a meter su mano en mi entrepierna mientras me da mi beso de despedida.

Cómo me hacías falta nena,murmura y suspira. Nuestras frentes están pegada una a la otra.

Quiero verte otra vez.

Yo también bombón, ¡me encantas! Le contesto dulcemente colgada de su cuello

Me besa nuevamente, sube a su moto y lo veo desaparecer.

Suena el celular y es un mensaje suyo… «Eres una Diosa nena, gracias por cumplir mi fantasía, quiero ver que más puedes ofrecer a este mortal. Ojalá me hagas un descuentito la próxima vez». Sonrío esperando vuelva a llamar.

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Jardinero y poeta

por Salcon

 Mi papá era jardinero y poeta. Desde muy temprano hablaba con todas ellas, las acariciaba con sus melodías, las entretenía con sus palabras, las enamoraba con su bella y serena presencia.

Mi papá era un buen jardinero que traía a la lluvia con sus hechizos, al sol con su canto, al cielo estrellado con su amor de padre.

Mi papá era un buen poeta de cuyas frases nacían rosas, violetas, flores de jacaranda, magallis, nardos, pétalos multicolores, lilas, hortensias, geranios, orquídeas, mastuerzos, magnolias, madreselvas, hiedras y girasoles.

También era amigo del viento, los árboles y los gatos, de los perros aulladores, de las ratas de pradera, de las orugas, de los mosquitos, de las lombrices, de las golondrinas o de las arañitas de los troncos y de las catarinas.

Él intercambiaba pensamientos con las lagartijas, los chapulines o las mariposas. Su risa contagiosa provocaba la algarabía de las aves, a las cuales llamaba hijas.

Mi papá era jardinero y poeta que con sus manos daba forma al más hermoso y acogedor de los jardines, y con sus labios les contaba a todos ahí lo que había vivido y viajado. Amaba el mar y a sus cristales millonarios.

Mi papá era jardinero y poeta mientras soñaba. Cuando despertó un día se convirtió en riachuelo que se fue por debajo de la tierra y de las inmensas piedras.

—–(05 Junio 2008)

14:17 horas

Magalli Salazar, 2013
Salcon, 2013

 

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