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Por Eréndira Cortés

Ilustración: Iurhi Peña
Éramos un grupo de buenos para nada. Siete jovenzuelos que no satisfacíamos el prototipo normal de ciudadano en la ofuscada urbe que habitábamos. En aquel entonces, los días implicaban una densidad insoportable: nuestro problema eran las cosas mismas, y la causa, nosotros mismos.
Solíamos reunirnos ¿a qué? al deleitable placer del ocio, actividad casi extinta en esos tiempos. Teníamos un punto de reunión en la zona centro de la ciudad. Era un edificio inerme, situado en una esquina, que a raíz de un sismo se había reducido a ruinas y únicamente conservaba la estructura de los cuatro niveles que lo conformaban. Por lo menos una vez a la semana nos veíamos ahí para hacer todo eso que ya no se hace, aquello que casi nunca se hizo o una mezcla de ambas cosas.
Esa mañana la gente celebraba el día del trabajo. Organizaban un desfile atroz que cruzaba justo por una de las calles donde se ubicaba nuestra guarida. Mientras todo un puñado de personas se apilaba para ver pavonearse a otro tanto, nosotros estábamos en la azotea del cuarto piso viéndonos las caras, sin saber qué hacer.
Uno de los chicos había traído una reja llena de mangos —supuestamente inservibles— del negocio de sus padres, que aún nadie se atrevía a probar. Sentados, tirados en el piso o de pie, nos pusimos a conversar esperando que pronto terminara la tormentosa procesión. Sentíamos mucha incomodidad por toda esa gente de la que comúnmente solíamos escapar. El ruido de su música, su barullo, sus discursos, su publicidad, su inservible retórica y en general toda su mierda hacían más fastidioso el calor primaveral.
De pronto, uno de nosotros dio la pauta y zapatos, blusas, playeras, pantalones, faldas, shorts, se nos fueron resbalando; así, desnudados en ropas, nos fuimos cubriendo de piel. La consigna surgió por sí sola, quizá impulsada por lo que ocurría sobre el asfalto: como sabíamos de sobra que las protestas, quejas o exclamaciones no servirían de nada, este día hablaríamos con el cuerpo.
De a poco, cada vez con menos pudor, los gemidos, sudores, olores, vellos y cabellos se conjuntaron en una sola cosa, en un sólo cuerpo. Si abajo algunas morbosas miradas se iban situando en la azotea de aquel edificio abandonado, su atención se disipaba al paso de las caravanas. Para nosotros ya no importaba el desfile o el calor, predominaba una energía carnal, una fuerza que nos imantaba los unos con los otros sin distinción.
Sentir tanta cercanía era la gloria, cada parte de nuestro cuerpo palpaba barbillas, axilas, dedos gordos, entrepiernas, codos, orejas, nalgas, rodillas. Sobre todo las lenguas querían explorar cada sinuosidad epidérmica: se deslizaban por los dorsos, bajaban por los muslos, de pronto se atoraban en el hueco del ombligo como queriéndole encontrar su fin.
Los dedos también se escabullían por todas partes, algunos con toques bruscos se paseaban por las costillas, el cuello, los pezones; otros, apenas con suaves roces, se deslizaban por los labios, por las caderas o las plantas de los pies. Toda esa proximidad de verdad nos hacía falta, pues parecía que estábamos más cerca de las cosas que de los otros.
El estruendo de la música se distorsionaba en vibraciones, acompasaba nuestras figuras, y cada vez se escurría con mayor facilidad. Las ondas resonaban hasta nuestros adentros, y el eco se confundía con las respiraciones cadenciosas, el sutil chirrido de los labios, o el vacío de nuestros orificios siendo colmados. Creábamos así un ritmo distinto que afuera ni siquiera se hacía notar.
La reja de mangos, que había quedado en medio de toda la faena yacía volcada, los frutos deambulaban de un costado a otro, de una pantorrilla a la otra, hasta que uno a uno, los mangos fueron reventando y la pulpa les brotó por la presión que nuestros cuerpos ejercían con las cálidas fricciones.
A lo lejos, se alcanzó a escuchar el estruendo de los fuegos artificiales y tres helicópteros interceptaron el cielo. A la par, en el interior de la guarida, fueron segregándose uno a uno fluidos placenteros, gotitas de éxtasis, lágrimas de alegría desembocaban en nuestros vientres y emergían al mundo sin chistar, acompañadas de un último soplo que lo contenía todo.
Hoy, al filo de esta noche sobria que presiente todo eso tan lejano, todavía no puedo determinar con certeza si aquello en realidad ocurrió o fue el efecto del calor y el tedio, una especie de espejismo devorado por el viento.
Sólo me queda claro que de un momento a otro todos tragábamos mangos con esmero, mientras que al día siguiente nadie dijo una sola palabra; y con justa razón, porque nos habían enseñado que esas cosas debían causar vergüenza y ocultarse, siendo que las matanzas, la corrupción y toda esa sarta de brutalidades se practicaban a plena luz del día.