Luen Aguilar
El mes que conocí a Silverio Fuentes fue el más extraño. Empezó por mi elección del momento menos apropiado para salir del clóset. Ya conozco mi perfect-timing para quedar como pendejo. Al menos estoy seguro de que pocos elegirían su cumpleaños para hacerlo, con tanta gente esperando nada más que gratitud de mi parte. Qué esperaban, llevaba pisteando desde las seis y nunca he destacado por ser propio cuando ando pedo. En plena euforia y borrachera intenté besar a Ricardo, él dio un paso atrás y yo quedé como mosquito chupasangre. Gracias a la cantidad ingente de alcohol que consumí el resto de la noche, no le di mayor importancia, ni a eso ni al caudal de pendejadas que cometí, y que ahora intento rescatar del olvido.
A la siguiente mañana me despertaron los lengüetazos de mi perro. Eran las dos de la tarde, mi casa estaba hecha un desmadre, yo estaba tirado en el baño mojado en mi propia orina y con la cabeza recargada en los residuos de vómito que no pude atinar. Mi pie estaba más gordo de lo normal y me dolía cada que lo apoyaba. Me arrastré a la cocina en busca de un toque de mota o alguna cerveza olvidada que me hicieran el infierno más estable. Encontré las dos y a las dos les di. No funcionó. Me seguía doliendo la cabeza y me sentía más baboso que cuando desperté. En general, la cruda siguió así por casi dos días. En cierto momento recordé que había brincado la barda hecha con puritita mentira hacía nueve veranos atrás cuando caí en cuenta que lo mío eran los pitos.
El domingo me sirvió para recapacitar y buscar la manera de darle vuelta al asunto. No me aculonaría para regresar a la trinchera donde me cubría la mierda hasta la cabeza. Mi familia no sabía y mejor lidiar con ellos cuando regresara a casa en algún período vacacional. Mejor, seguía sin importar cuán escabrosa estuviera la pista. A sabiendas de que no era la mejor opción, renuncié al trabajo. Traía un cerote en la cabeza que me decía: ¡el cambio debe ser radical y completo!
Sobre la tarde del lunes me llegó un mensaje. El número estaba registrado bajo el nombre de “Lunarcito”, supuse que era alguien que había conocido la noche de mi confesión. El mensaje decía que nos viéramos en el café Caligari a las cinco de la tarde del martes y al final agregaba un posdata: conseguí el número de Silverio.
Invertí algunas horas en tratar de recordar quién chingados eran Silverio y Lunarcito. No rescaté nada, pero me aferré hasta horas antes de mi encuentro del martes; quería evitarme la dependencia de una memoria ajena para saber cuánta pirueta había hecho. Aún así, llegué sin algún recuerdo útil, decidido a confesar que no sabía absolutamente nada de lo que había hecho la noche de mi cumpleaños.
Cuando llegué, Lunarcito me recibió efusivamente con una abrazo y un beso en la boca. Tiré por la borda mi plan de confesión y opté por rescatar cuanto pudiera de mi conversación con él. Primero me recordó algunos actos vergonzosos, luego me contó que me había notado después de verme sacar a madrazos a Ricardo de mi casa, pero que se enamoró justo después, cuando regresé para poner rolas de The Smiths y bailar en media sala. Yo no hablé mucho por las punzadas del pie lastimado que me llegaban al culo. Antes de que acabara nuestro encuentro, recordó el pendiente con Silverio y me pasó una tarjeta la cual añadía solo un apellido y un número de teléfono. Lunarcito dijo que ya había hablado con él, que me había mencionado y que Silverio estaba interesado.
Llegué a casa con la fuerte intención de acabar con mi incertidumbre. Marqué el número, sonó varias veces y nadie contestó. Intenté de nuevo y nada. Azoté el celular en la mesita de café de mi sala y prendí la tele. En poco tiempo me quedé dormido.
Desperté dos horas después con la sensación de extravío que causa dormir de día y despertar de noche. Recordé el asunto con Silverio y mientras me despabilaba me puse a armar mi celular. En cuanto lo prendí, recibió un mensaje de un número privado que indicaba una hora y una dirección. No decía el día, quería verme esa misma noche. Faltaba poco para que llegara la hora, así que tomé el bastón viejo de mi abuelo y me fui a la estación del tren. Bajé y anduve en mis tres patas hasta llegar al punto establecido. Afuera decía Alfredo’s con luces de neón y había dos guaruras en la entrada. Me interrogaron y cuando mencioné a Silverio sus cejas se asomaron por el borde de los lentes oscuros. Sin más preguntas me dejaron pasar con todo e indicaciones exactas de cómo dar a su oficina.
Al entrar recorrí un largo pasillo obscuro forrado con alfombra negra y espejos. Mi reflejo me hizo pensar las cosas dos veces, pero el trayecto solo alcanzó para mi indecisión. Tras el pasillo, la sala se extendía con butacas y mesas; en medio atravesaba un templete que topaba con en el fondo de una pared hasta perderse tras cortinas. Me apresuré. Uno de los guaruras esperaba a que me dirigiera a donde había dicho.
Toqué tres veces la puerta y entré. Silverio veía el piso como buscando algo, me dijo pásale y cierra la puerta. Caí en cuenta de su carácter aprehensible porque entré viendo el suelo, buscando lo que sea. Hablamos bastante tiempo, de alguna manera supo maniobrar mi ánimo y convencerme. Terminó por responder algunas dudas existenciales y me mandó a casa con el taxi pagado para que me alivianara del pie y pensara bien las cosas.
Había buscado un cambio. Tenía miedo de hablar con quien pudiera retrasar mi evolución, además en nadie confiaba lo suficiente. Pasé los días de mi recuperación kinestésica en constantes debates, pero al final la balanza se inclinaba al cambio. Cuando le hablé a Silverio para aceptar la propuesta, me acarreó a firmar un papeleo y a presentarme al resto de los miembros.
El lunes comenzará el taller de baile. Lo que antes desconocía, ahora me interesa y saca de mí toda esa mierda positivista que encuentro innovadora. No me acostumbro aún a los excesos en maquillaje y aditamentos, pero no están tan mal, quizá con tiempo termine imponiendo un estilo más austero. La atención de alguna u otra manera le he tenido más apego, no hace falta mucho para que baile frente a todos. El mes está por acabar, y tanto vuelco me dificulta recordar cómo es que vivía con el miedo a perder el control que nunca tuve. De alguna manera las cosas se acoplaron. Al menos eso espero.
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Luen Aguilar. Tengo 22 años, vivo en la ciudad de Guadalajara y soy estudiante de letras. No arrastro aún una página personal ni algún otro proyecto público, solamente los espacios ambientados con mis relatos y algunos poemas.