por Pablo Caraballo
Por debajo del cuerpo de Occidente, corren ríos de sangre, de sudor y de semen. Por debajo no refiere, en este caso, a una metáfora espacial de las jerarquías dadas (aunque también) sino a la dimensión sublimada que no siempre estamos dispuestos a ver, pero que camina paralelo a la Historia (con mayúscula) y a los proyectos modernizadores de la civilización occidental. “Muéstrame a ver”, me dice Cleo que le dijo su amigo a un hombre que trabajaba en el terminal marítimo de Cumaná ―Cleo es un tipo “gay” de contextura gruesa, divorciado, con una hija de diecisiete años. Todos sus gestos están llenos de expresividad. Su casa parece un museo un poco arruinado― “y el tipo se bajó el cierre del pantalón y se sacó el pene para enseñárselo”. La anécdota me la contaba luego de una entrevista que le hice para mi trabajo de pregrado sobre “hombres gais” en Cumaná. Llevamos más de dos horas conversando. Cleo está acostumbrado a dirigirse a audiencias anónimas ―trabaja en teatro―, pero las anécdotas calenturientas fluyen solo cuando la grabadora ha dejado de grabar. “Yo creo que tiene que ver con una influencia mediterránea”, me dice, “aquí los hombres tienen mucha facilidad para acostarse con otro tipo… con un marisco. Y mientras más te acercas a la costa, es más normal aún”. “En Araya es peor. Yo tengo amigos que vienen de Caracas, expresamente a eso, todas las semanas santas y los carnavales. Los hombres te buscan. Les encanta un marisco”.
¿Dónde cabe esa flexibilidad moral y sexual de los hombres arayeros en un contexto prohibitivo y conservador como este? Mi familia, aún en la periferia de la periferia que es esta provincia, buscó siempre los medios para acercarnos a mi hermana y a mí a la modernidad. La televisión (gringa y agringada) delineó, en gran medida, mi concepción de las cosas. Mis “experiencias adolescentes” fueron casi nulas: mi vida, hasta los 18 o 19 años, transcurrió casi entera entre las paredes de mi cuarto, de mi casa; así que mis posibilidades de pensar más allá de una escrupulosa (e ingenua) normatividad heterosexual donde sexo/género/deseo son una línea coherente e impoluta, eran muy escasas. Careciendo de la teoría y la práctica mínimamente necesarias, aquellas escenas que Cleo me ilustraba constituían un mundo indescifrable. Personajes que no se detenían en definir una orientación estricta (recta y lineal) de su deseo, terminaban a su vez careciendo un poco de inteligibilidad para mí. Estos “hombres” no circunscribían sus placeres a cuerpos marcados por un solo sexo/género y, si bien reproducían la ficción de una masculinidad inamovible, ni siquiera negaban el gusto que les dejaba haber estado con un “marisco”. Aquellas anécdotas de Cleo merecían toda mi atención y, sin embargo, decidí no detenerme en ellas. Porque no mirar muchas veces es una consecuencia de no (poder/querer) entender.
Algunos años después, estando yo borracho y amanecido en una playa, en las afueras de Cumaná, un muchacho del pueblo ―no mayor de 20 años― con el que tuve que conversar por un asunto de unas llaves, se me insinuó descaradamente. El poder es productivo, decía Foucault. La experiencia se me adelantaba a los conceptos. Si una de las cosas en las que enfatizaba Cleo era en la “normalidad” de aquellas prácticas, mi incapacidad para entender no radicaba solamente en las transgresiones de esos cuerpos, sino ―más aún― en la aparente aceptación de lo abyecto, en este contexto prohibitivo y conservador. Pero ¿conservador respecto a qué parámetros y de acuerdo a qué criterios? La ininteligibilidad no solo de los cuerpos transgresores sino también de la aceptación de esas monstruosidades, suelen ser reabsorbidos en los términos taxonómicos que tanto le gusta al pensamiento ilustrado. En México, por ejemplo (quizá por estar tan cerca del norte), las descarnadas evidencias del lenguaje de la calle, del “ambiente”, traducen una larga lista de categorías al uso para definir identidades, prácticas y deseos disonantes (mayates, chichifos, vestidas, jotos, etc.), encausándolas en una senda mucho más cómoda, o al menos nombrable.
La globalización ha globalizado también los mecanismos de control y discriminación sexual que Occidente le debe a su pasado victoriano. No se trata, aun así, de buscar respuestas en el mito de un “buen salvaje”, aquel previo a la imposición despiadada del Norte; un “buen salvaje” ahora decolonial. La “anormalidad” encuentra sus otros cauces en la periferia (y en las periferias del centro), en el silencio cómplice (tan monstruoso como el crimen) de quienes, si bien no suelen reconocerle legitimidad, la dejan discurrir a sus anchas y, de vez en cuando, se les unen. Junto con la Historia de los cuerpos higienizados corren inevitablemente otras historias en paralelo. Por debajo (y por encima). Esas historias ininteligibles que rompen con la superficie lisa de la normalidad, no entienden de grandes relatos historiográficos porque se despliegan en pequeñas resistencias inconscientes ―no conscientes― que no se avergüenzan de su fugacidad. Las categorías universales no les sirven. No entienden de ciencias humanas y sexológicas porque esas ciencias no suelen entenderlas a ellas. La Historia es otra ficción, una que las historias deshacen a su paso, por debajo y desde adentro. Y, sin embargo, nos dejamos engañar. El colonizador hace su casa en nosotros, y nosotros somos la colonia. Pero por suerte una colonia que siempre resiste, que excede sus límites, que se desparrama.
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Pablo A. Caraballo Correa (Venezuela). Licenciado en Sociología (2010). Profesor universitario e investigador independiente en temas vinculados a los estudios culturales, de género y de disidencia sexual. Creador y coordinador del proyecto editorial Gente rara: http://raragenterara.blogspot.com/