por Gerardo Ramos M.
¿Habrá sido el odio de sí mismo el culpable de la masacre?
En la noche del 12 de junio 2016, Omar M., un hombre joven de origen afgano, mató a 49 personas e hirió a otras 53 en una discoteca cuya clientela era sobretodo de personas homosexuales. El asesinato masivo fue reivindicado por los islamistas integristas de Daech.
Resumiendo ante la prensa la vida de su hijo multicriminal, el padre de Omar M. lamenta profundamente su trágico fin y la horrible tragedia de la que fue autor; no se explica lo sucedido, y dando testimonio de la amabilidad de Omar quien respetaba fielmente las tradiciones familiares, agrega: “ Es a Dios a quien compete castigar a quien se lo merezca y no a los humanos”. Podremos estar de acuerdo con el Sr M, sobre tal aseveración, sin embargo, es necesario tomar en cuenta que Omar creció en un ambiente patriarcal y arcaico donde la autoridad del padre es absoluta y los papeles de las personas se encuentran perfectamente definidos en función de su sexo.
¿Era amable Omar? Podemos creerlo, sólo que el peso de la familia, del clan, de la religión, y sobre todo del odio que tenía de sí mismo, del que no se pudo liberar, no solamente no le ayudaron a vivir su gentileza sino que lo empujaron a convertirse en un terrible asesino. En efecto, los fanáticos islamistas con los que Omar se puso en contacto, que se creen el brazo justiciero de un Dios de caricatura que debe castigar a los que no están de acuerdo con ellos, lo hundieron más en el problema que él tenía con su propia identidad, ofreciéndole una puerta falsa de salida.
Víctima y verdugo.
Generalmente, a la gente que ama la justicia y siente horror del crimen le cuesta trabajo darse cuenta de que, con frecuencia, la primera víctima es el verdugo mismo. Esto sucede en el caso que nos ocupa: podemos explicarnos la angustia existencial de Omar, víctima de la leyes que rigen a su familia y del ambiente socio-étnico más estrecho en el que él se mueve, (a pesar de vivir en un país multicultural y multireligioso. ) Leyes y tradiciones que lo condenan a vivir como marginal, como clandestino avergonzado de sí, desgarrado en su interior por su doble vida. Y no es para menos: En su medio socio-cultural, Omar, como varón, debe garantizar el honor de la familia. Es así como, tratando de negar sus pulsiones profundas, trata de sobreponerse a ellas y se orienta hacia el objeto mayoritario del deseo para un varón, – la mujer -, con la esperanza de convertirse en otro hombre conforme a la norma. Por eso Omar se casa hasta dos veces con chicas de su medio socio-cultural, para darles gusto a sus allegados pero sobre todo para huir de sí mismo ya que no se resigna a la apremiante realidad de su orientación sexual.
Luego de fracasar en sus dos matrimonios, Omar no puede más que constatar que no le es posible “curarse”. Y es que cada vez sus pulsiones naturales regresan con más fuerza…y esto es insoportable… ¿ Qué salidas se le ofrecen entonces a este hombre atormentado? Una hubiera podido ser la de decidirse por fin a tomar el camino de la aceptación de sí mismo, camino doloroso porque lo pondría en conflicto con la familia, la religión, etc.. Camino doloroso, es cierto, pero no imposible. Omar ha cultivado lazos de amistad con otros muchachos homosexuales de familias musulmanes. Esos amigos con los que se ha codeado en la discoteca LGBT “Pulse” de Orlando parecían vivir con serenidad su diferencia y trataban de mirarse sin mentirse a sí mismos. Ellos habían tomado el camino de la aceptación que puede conducir a la paz interior, o al menos al principio, a un pacto de no agresión consigo mismo.
La otra salida, la que por desgracia va a tomar Omar, es la que le ofrecen en charola de plata los fanáticos sanguinarios con los que se ha puesto en contacto. Poder escapar de un mundo en el que le es imposible vivir, y sobretodo escapar de la detestable imagen que tiene de sí mismo…Así entra, pues, por última vez a esa discoteca a la que ya había entrado tantas veces y, llevando ahora un arma de grueso calibre, en el clímax de su enajenación, se vuelve el protagonista de una diabólica apoteosis.
El odio de sí mismo lo llevó al odio de otros, de todos los que se encuentran en el mismo pecado condenado por la religión, pecado que él debe castigar sintiéndose el brazo justiciero de Dios. Su Dios, ese Dios que le fabricaron los fanáticos le pide que mate a esos seres pecadores porque son indignos, comenzando por él mismo. Es así como la víctima se convierte en verdugo. Un medio familiar, un medio cultural que toma la religión como la dictadura de un Dios que oprime en vez de liberar puede producir muchas víctimas. Y esto sucede igualmente con los cristianos de las diversas iglesias cuando sólo leen la Biblia fijándose en la letra y no en la profundidad del Espíritu que la habita. Olvidándose de que la ley está hecha para servir al Hombre, y no el Hombre para servir la ley (Marcos 2 : 27 – 28), olvidándose de que “La letra mata y sólo el Espíritu vivifica” (Pablo, 2 Cor 3, 6). Esos que condenan a sus hijas e hijos, parientes, amigos a vivir en la hipocresía mintiéndose a sí mismos y a los demás. Esos que no saben o que han olvidado que la mentira nos hace vivir en la esclavitud y que sólo la verdad nos puede liberar (Juan 8: 32)
“Yo soy el camino, la verdad y la vida” ( Juan 14: 6)
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Nota: Este artículo, en su versión original, fue publicado en francés en la revista católica “Les Réseaux des Parvis”, París, número de noviembre-diciembre 2016