Una alumna más: la trans*pedagogía de Lia García (La Novia Sirena)

por Cynthia Citlallin Delgado Huitrón.

Lo siguiente es un escrito a dos voces; una melodía a cuatro manos. Entre ensayo y entrevista, es un trenzar de los restos de una larga conversación entre Lia García y yo. En lo que sigue se entrelazan nuestras palabras, vínculos, y sentires transfeministas.

Un berrinche, in medias res, retumba las ventanas de los salones. El sonido de una voz simultáneamente chillante y gruesa, dura y suave, se infiltra de afuera hacia adentro, anunciando la llegada de una alumna más. Mientras tecleo, la siguiente oración se quiere escribir sola, a manera de cliché, enunciando la poco provocadora pero (des)esperada declaración: “Pero ella no era una alumna cualquiera.” Sin embargo, esta afirmación desvirtuaría la performatividad del berrinche mismo, es decir, comprometería aquello que el berrinche hace. Un berrinche escandaloso que va algo así:

“¡Ya llegó la alumna! ¡Soy una alumna más! ¡No me dejan ser alumna! ¡Las autoridades dicen que tengo que ser una profesora formal, pero no es verdad! ¡Yo no quiero ser docente, yo quiero ser una alumna más! ¡¿Qué no ven que traigo puesto el uniforme?! ¡Soy una alumna más! ¡Vengo a aprender con ustedes! ¡Una alumna más!”

Mientras tanto los pasillos de la secundaria van cambiando, se llenan de murmullos entre alumnes curiosos y profesores sospechosos. Sus miradas se fijan sobre el cuerpo de la alumna en cuestión: la artista, activista y pedagoga transfeminista Lia García (La Novia Sirena).

Es así como comienzan los encuentros afectivos que conforman el proyecto artístico “La Alumna,” una serie de visitas a secundarias públicas y bachilleres en la Ciudad de México que conforman una propuesta encarnada para una trans*pedagogía desobediente. En toda iteración Lia viste una falda, o bien pantalones entallados, fabricados de esa típica y cotidiana tela de uniforme cuyo nombre —príncipe de Gales— lleva la carga del legado colonial responsable de crear las actuales instituciones educativas de nuestro país. En la parte superior Lia porta una camisa blanca, a veces fajada, a veces amarrada como ombliguera noventera o, en palabras más contemporáneas, un estilo de “crop-top” improvisado. Este uniforme, que a la vez es y no es un disfraz, permite que Lia se pierda en la profundidad del mar del alumnado, declarando así su proximidad y semejanza con elles. Llegar en uniforme a la secundaria también es un acto de posicionamiento: la alumna no pretende llevar el saber a las aulas, si no ser parte de la generación de dicho saber.  En otras palabras, Lia se posiciona desde abajo y con las de abajo, desestabilizando la verticalidad no sólo de la institución educativa, sino también del conocimiento mismo en cuanto a su direccionalidad, es decir, en cuanto a quién lo crea, quién lo imparte (o comparte) y quién lo recibe.

Una vez interrumpida la jornada escolar mediante el tocar de su voz y su llanto, una vez cruzado ese umbral, es hora de activar la piel. Lia se instala en el aula, o como ella diría, en la j(aula). Aunque cada encuentro es diferente, el programa es el mismo en todos: Lia lleva a sus nuevos compañerxs a hablar de la violencia, a identificar sus complicidades y, sobretodo, a activar sus sentidos para sentir lo trans* en toda su complejidad. “¿Cuándo fueron las aulas un lugar para la caricia? ¿Para la piel y el tacto?” Lia busca que preguntas como estas sean semillas que a su vez hagan brotar más preguntas. Una especie de efecto multiplicador reflexivo que nos muestra cierta postura con respecto al conocimiento, la cual no concibe la verdad como absoluta, sino que pretende afirmar la multiplicidad de ésta.

Entremos, por ejemplo, al espacio de la performance “Trabajo de Base” (2018) en Bachilleres 10.  Lia llega maquillada al salón donde un grupo de chicas la espera. “Quitarse las máscaras, dar la cara,” les dice, mientras pone un paquetito de toallitas húmedas sobre la mesa. “En las j(aulas) una tiene que desnudarse para que compartir los saberes colectivos ocurra desde la piel, [pues] de ahí viene nuestra única teoría.” La instrucción que Lia les ofrece a las chicas es que tomen una toallita y, juntas, ayuden a desmaquillarla. Entre risas y ternura, perdiendo el miedo a la cercanía y con un tacto cuidadoso, las chicas comienzan a frotar las toallitas suavemente sobre el rostro de Lia, removiendo, así, capa por capa, los pigmentos que homogenizan su piel. En este acto colectivo, entre el (des)maquillaje y la intimidad, lo que empieza con un intercambio reservado, se vuelve una platica más cómoda, transformando el espacio en un lugar femenino, conocido y acogedor. Hablan entre ellas sus penas y dolores, sus alegrías y deseos. Platican de sus miedos compartidos, del miedo a ser vistas, a estar expuestas en la calle, a la violencia feminicida. También platican de los miedos con los cuales viven las mujeres trans, las particularidades vivenciales que las diferencian pero que no por eso las alejan de la experiencia femenina. “Cuanta piel falsa te quitamos, Lia”, le dice una compañera. Lia las miró a los ojos a todas para encontrarse con ellas y así, transitar juntas. “Esto es sentir entre mujeres. Amarnos. Las llevo en el alma.”

Como si sonara la campana, el encuentro llega a su fin.  Lia cambia de salón, esta vez con un grupo de chicos. El encuentro aquí es otro, pues se trata de un trabajo de des-masculinización.  Con la cara limpia y recién desmaquillada, la instrucción es diferente: “Tienen que maquillarme como si estuvieran preparándome para mi funeral, para la última vez que me van a ver mis familiares y amigxs. Sí chicos, por que la violencia trans-feminicida y feminicida nos mata todos los días a nosotras y ustedes son cómplices.” El carácter confrontativo de esta instrucción se contrapesa con la ternura, apertura y disposición de Lia. Esta vez pone el maquillaje sobre la mesa –sombra, base, blush. Uno de ellos sostiene un espejo negro con borde dorado y una flor garigoleada en el centro, un accesorio importante que permite que se reflejen también ellos y así contemplen su propia participación. “¿Qué hacemos con [esa complicidad]? ¿Des-anudamos o seguirán tensando su masculinidad? Tejamos nuevos modos de habitar eso que el patriarcado nos dijo que es ser hombre. Aquí estoy para ustedes, chicos.” Lia también reflexiona con ellos, les platica de su propia transición y juntos comienzan el arduo, lento, y largo trabajo de des-hacer suposiciones de lo que hace un hombre y lo que hace a un hombre. Les habla de cifras y les comparte historias de vida de sus compañeras trans, les pregunta qué significa para ellos la masculinidad y de que formas se presenta en sus vidas, para así resaltar las violencias que ésta llega a ejercer.

Así son las intervenciones de la alumna. Los accesorios y la acción cambian, pero su afecto es el mismo. Cintas de cera para depilar sus piernas, un tren de sillas en el patio para trenzarse el cabello, una simulación de rescate acuático para salvarse juntas, un juego de té dentro de una mochila para “escuchar-TÉ, mirar-TÉ, sentir-TÉ.” Aunque la forma varía, su cuerpo trans* es el medio y el método de su pedagogía de la vulnerabilidad, “una pedagogía situada en la experiencia y el cuerpo de la mujer trans.” De esta manera, Lia atraviesa todo aquello que parece inamovible, desde el sistema educativo que “no quiere tener ningún diálogo con nosotras, las personas trans”, hasta esas estructuras de poder que rigen las coreografías de nuestro día a día. Mediante el tacto y la acción directa sobre la piel, Lia hace del cuerpo un aula, tornándolo en un encuentro afectivo de transformación colectiva con sus compañerxs. La trans*pedagogía de Lia busca generar “un diálogo intergeneracional, interafectivo y desde geografías distintas.” Es por eso por lo que “La Alumna” es contundentemente con y para personas adolescentes, pues Lia encuentra un paralelismo entre lo trans y la adolescencia precisamente como un momento de ruptura, de cambio, de transmutación. “Es una experiencia corporal, pues el cuerpo comienza a develarse, el deseo a desbordarse.” Que Lia vuelva muchos años después a la secundaria, a uno de los sitios de su herida, para (re)vivirla, compartirla y así poder sanarla, también apunta hacía la relacionalidad del sanar y la imposibilidad de una sanación sin acompañamiento mutuo.

Por otro lado, el trabajo de Lia es un trabajo de alto riesgo pues al hacer del cuerpo algo táctil siendo un cuerpo atravesado por vivencias y violencias de género, “la situación se desborda.” Y este riesgo es un riesgo compartido. Y así como es compartido, también es asumido de maneras múltiples. Existe una labor sumamente importante que se encuentra siempre como telón de fondo en estas intervenciones, una labor que es condición de posibilidad de la performance y que podría pasar desapercibida fácilmente. Este es el trabajo de las y los maestros que invitan a Lia a accionar en las secundarias. Una labor de mediación, de interlocución entre la institución y la alumna, que posibilita lo que Lia llama “un trabajo de infiltración.” Pues es a través de personas aliadas que se involucran en una especie de operación encubierta que Lia logra cruzar los límites establecidos y protegidos por las instituciones. Esta infiltración también nos lleva a entender esta labor esencial como un acto capcioso y transgresivo, abriéndole un espacio al trabajo pedagógico de Lia bajo la idea de “una sesión” o “una plática” sobre sexualidad. Cabe destacar que para Lia articular y agradecer estas alianzas transfeministas es un elemento importante de su obrar, pues una vez más hace hincapié en la relacionalidad y reciprocidad del cuidado, abrazando simultáneamente el miedo y la confianza dentro de la diferencia: “Pude sentir tu temor [Maestra Diana Gorgona] pero cerraste la puerta confiando en mí. Gracias, mi queridísima.”

La pedagogía de Lia incomoda pues al ser encarnada, desbordada y riesgosa, confronta. Pero su accionar mismo proporciona el bálsamo para que ese confrontar también conforte. Su trabajo artístico y pedagógico exige transgresión, cruzar límites y habitarlos. Lia hace vibrar los pasillos de la secundaria, regresa el cuerpo al aula, rompe sus puertas, quiebra sus ventanas y saca el aula, que ahora es cuerpo, al patio. Así como bell hooks nos llama a “enseñar para transgredir,” Lia reformula y expande esta invitación, y nos convoca a trans*gredir para enseñar.

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Cynthia Citlallin Delgado Huitrón es doctorante en Estudios de Performance por la Universidad de Nueva York.  Escribe sobre la estética y política espacial de la performance trans/feminista en México.

Lia García (La Novia Sirena) es una artista, activista, poeta y pedagoga trans* de la Ciudad de México. Su trabajo moviliza su cuerpo trans* para detonar encuentros afectivos como actos de resistencia en espacios de complejidad.

 

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