Oscar Mondragón, 2013

Sin pelos no hay paraíso

por Oscar Mondragón

—Me encanta que seas tan varonil, el vello de tu pecho… me gusta que no te lo recortas; ése es un hombre. —Me lo dijo mientras seguíamos acostados mirando el techo. Era ese momento de reflexión que a veces le sigue a una buena sesión de sexo; ¿En serio? ¿Así es un hombre? Me lo pregunté realmente, como muchas otras cosas que me he preguntado acerca de ser hombre, no es que antes no hubiera pensado al respecto, es más bien que escucharlo de su boca le daba un peso distinto.

Efectivamente soy un hombre peludo, lo he sido desde hace ya bastante tiempo. El vello de mis antebrazos ha estado ahí desde la primaria, una capa abundante de un vello muy delgado pero siempre obscuro; es a la familia de mi madre a quien parece que debo este rasgo, específicamente mi abuelo ostentaba unos antebrazos que durante mucho tiempo consideré los más velludos del mundo.

Justo durante la primaria y una década después mi impresión era que los hombres peludos eran más bien una rareza y hasta pensaba que enfrentaría rechazo por ser como soy. Recuerdo muy bien que dos señales definitivas fueron darme cuenta que ningún Ken y nadie en Salvados por la campana, Beverly Hills 90210 o Dawson’s Creek tenía vello en el pecho, por lo menos ninguno de los personajes principales. Al crecer y estrenar mi mirada en el mundo del porno descubrí con pesar la misma circunstancia, ahí incluso era peor ¡Estos tipos no tenían pelo ni en las bolas!

El vello de mi pecho, referenciado en las primeras líneas, comenzó a aparecer a los dieciséis años en la forma de una segunda aureola rodeando mis pezones y creciendo hacia el centro hasta cubrirlo finalmente alrededor de los veintiuno.

He aprendido a apreciarlo a través de los años y he pasado incluso a sentirme orgulloso de mi peluda anatomía, vino entonces otro momento de duda y cuestionamiento, ya que la imagen mainstream de lo masculino se ha visto interferida desde hace algunos años por personajes tan diversos como Ari Telch, el peludo galán de la telenovela Mirada de mujer y la figura del metrosexual años después. Así, puedo ver que ahora conviven varias imágenes de cómo luce un hombre de verdad, según un par de amigos esto ha llegado al extremo de transformarse en una velludocracia que privilegia nuevamente a los hombres velludos. Creo que esto tiene que ver más con que las barbas se han puesto de moda a últimas fechas.

El más preciado elemento piloso para mí siempre ha sido la barba. La barba representa un triunfo, es la culminación del paso por las edades y el símbolo de madurez por excelencia, sin embargo, hay otros aspectos más obscuros de ese fetiche con las barbas.

Desde la adolescencia el signo inconfundible del intelectual, el disidente, hippie o comunista, doctorante o crítico de arte, filósofo o activista, da lo mismo; el punto es que me dejé hundir en una mentira tan profunda que aún ahora me la creo: los hombres barbados son más interesantes. ¡Y vaya que se me ha decepcionado!

Pero qué hay de quienes no tienen, ni tendrán barba o vello corporal? Más de un amigo me ha hecho notar la polaridad de la situación, además de lo contundente del mandato de esa nueva velludocracia y he podido hacerme una opinión más clara respecto a la oposición peludos/lampiños.

Disfruto mucho ser peludo, pero me causa mucho conflicto que esa siga pareciendo una señal inegable de la masculinidad del macho alfa, sobre todo después de las confusiones y los cuestionamientos a los que me ha llevado mi encuentro con el feminismo. Es justo a través del feminismo que he logrado nombrar muchas de mis incomodidades en el ser hombre tradicional y la mayor parte tiene que ver con las imposiciones y las normas inflexibles. Para mí ser peludo es cómodo en cuanto a una característica propia sin que eso me obligue a ser necesariamente un hombre de verdad y el ser lampiño me parece muy bien en tanto que no sea el mandato de cierto modelo de lo masculino, lo atractivo o incluso lo limpio y me imagino que la percepción de por lo menos varios amigos coincide en este punto.

Nadie está obligado a ser de tal o cual forma para confirmar lo que se espera de su género (en caso de identificarse dentro de alguna de las acartonadas cajas de hombre o mujer) y yo seguiré sintiéndome a gusto con mi recubrimiento mientras no se me exija jugar ese papel que considero tan obsoleto: el del macho bigotón.

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