Que nadie sepa mi sufrir

por Andrea Barragán
por Andrea Barragán

por Andrea Barragán

“Amor de mis amores, reinx mía que me hiciste que no puedo conformarme sin poderte contemplar…”

 Esta foto es de las últimas que logré capturar de mi papá; es el resultado de un hábito cotidiano en el que quería registrar sus últimos respiros de mortal. Un acto fotográfico que relataba una obsesión ritual, con la cual utilicé la cámara como una extensión de mi cuerpo, y la convertí en una prótesis de la memoria para elaborar un archivo personal como quien quiere abrazarse a la presencia, y en el cerrar de un parpadeo, al unísono con el obturador, pretende aprehender la inmortalidad para fijarla en esta memoria que tiende a olvidar involuntariamente. Esta acción salvaguardaba la oportunidad de poder verle de nuevo, por lo tanto, me transformé en una coleccionista de recuerdos y cristalicé el acto presente de observarle, postergando su último adiós con un hasta pronto, un  hasta que vuelva a sacar tu fotografía para poder redibujar tu presencia y con ello la materialidad de tus gestos, la voluptuosidad de tu cuerpo vivo que te permitía habitar este mundo.

    La imagen tomada/robada fue totalmente producto del azar, por esos días yo tomaba fotos con mi primera cámara análoga réflex y no tenía idea alguna que traían consigo un exposímetro, este descuido neófito hizo que no le pusiera las pilas correspondientes para llevar a cabo su funcionamiento por lo que en ningún momento me percaté de su ausencia. Desprovista de tal herramienta para medir la luz, sin saber que esto era lo que definía todo el proceso fotográfico estuve tomando fotos al azar, de manera intuitiva por más de un año.

    El día de esta captura, yo estaba en mi habitación que quedaba en frente de la de mis padres y le vi bañado por un chorro de luz: tan puestecito, tan ensimismado, tan imponente deviniendo presencia a través de la luz, que corrí por la cámara e hice clic para seguir sumando retazos en el collage del recuerdo.

    Cuando revelé el rollo, descubrí toda esta cruel premonición producto del azar, anunciando el principio del fin, esbozando la poética manifestación del destino sellando sus pasos, que iba enlazándose precipitadamente rumbo a su desaparición, marcando de una vez por todas la distancia negra e inmaterial que describe esta foto, dando forma al espacio negativo de quien no podrá aproximarse nunca más al sujeto amado, esa longitud entre dos cuerpos que no se volverán a sentir,  esbozaba la extraña fantasmagoría de la ausencia pretérita.

 

Amor eterno, amor eterno e inolvidable…

Producto del azar también fue el día de su muerte, – ¿o no? –  pues falleció el Día del padre hace doce años, cuando yo tenía 18. A pesar de lo insólito de la fecha, para mi resultó una estruendosa marca del destino, que apaciguando el dolor y renunciando a la opción de darle lo que iba a ser su última serenata, logré comprender su excéntrica despedida, gesto ineludible para una persona que dedicó su vida a la juerga, el azar, el placer y los excesos.

    No podría existir otra forma de despedirse que le garantizara el recuerdo de un padre ausente, la firma indeleble de un tahúr que en la tirada final avienta su mejor truco, el As de picas (el corazón negro e invertido) bajo la manga, que le llevaría a ganar el pozo completo; una maniobra del “todo por el todo” que compensó el suceso irrevocable de haberle perdido por siempre.

    Apuesta imposible de perder cuando en vida repetía constantemente que le daría mucha tristeza ser suprimido de la memoria al morir, ese temor le llevó a visitar la tumba de sus amigos para dejarles flores, deseando que tal desgracia nunca le sucediera a él. Tenía muy claro que la muerte no sería enterrar su cuerpo, si no ser condenado al olvido en el frío odioso del silencio de los cementerios.

    Por esta razón y muchas más, cada día del padre yo aparto un momento de soledad para cantarle Amor eterno, e invocar su presencia. Me abandono a la remembranza y le doy respuesta a su apuesta, la duplico para retar al destino que cronometra el paso del tiempo encargándose de empolvar los segundos muertos con prolija meticulosidad y así encubrir el pasado con sus reminiscencias. Yo sonrío desafiante con el As bajo mi corazón, el que me hace vencer cada año al tiempo, ganando la fortuna de enriquecerme cada aniversario con su vívido recuerdo, intacto como una reliquia que atesora este corazón de oro forjado con tanto amor.

     Él quería ser enterrado en el cementerio del sur, el cual nunca he visto, pero sé por sus palabras que su superficie es en arena y no como el tradicional pastal que suele resguardar los féretros, por lo que infiero que su añoranza consistía en concebir la muerte no como un renacer celestial, sino, más bien, como el cierre de ese ciclo anunciado en ese: “polvo eres y en polvo te convertirás”.

    Esa fugaz materialidad encarnada en el vuelo del ave fénix de las palomas negras, hizo que se entregara a la vida en un vaivén de borrachera, con la belleza hedonista de quien celebra la vida viviendo, esa irreductible determinación hacia que se consumiera ante el fervor de reconocerse mundano entre los mortales, y es por lo que aseguro con vehemencia que fue la forma que encontró de honrar la vida, mi querida almita vagabunda que se declaró huérfana a los 8 años cuando se fugó de la casa materna. Con el vértigo condensado en la panza, se aventuró al azar del futuro incierto.

 

«Paloma negra, ¿dónde, dónde andarás?»

Le cantaba yo meses antes de su muerte, elogiando sus desbordes, adulando su alma cantinera que derramó el elixir de la vida en cada brindis, y lo mantuvo inmerso en la laguna indescifrable que lo hacia resistirse a dormir, desvelado por no poder calmar esa excitación apasionada que le inspiraba el estar vivo.

    Duraba días enteros despierto sin poderse parar de la mesa de juego en la cual depositaba toda esa ansiedad que le quemaba por dentro y se dedicaba a apostarla noche a noche con su fé de errata; jugaba con tanto fervor como sí allí escondiera su piedra filosofal, al haber descubierto en la temeraria certeza de abandonarse a su suerte la fortuna de apostarse la vida.

    Enaltecía la existencia a punta de derroche, puedo asegurar que fue la persona que reía con la devoción con la que lloraba Chavela Vargas, sus carcajadas llenaban salones enteros y en la picardía que hacia brillar sus ojos se condensaban historias interminables que él se encargaba de narrar con tanta emoción como si le acabaran de pasar. Lo hacía de manera particular, por lo general dejaba el mejor detalle para el final a modo de acertijo para que uno dedujera con asombro la magnitud de lo que había vivido; la otra modalidad de contar sus aventuras era dejar un chiste para el final que por supuesto no echaba de manera explícita, se quedaba callado sonriendo para que uno después del silencio se echara a reír.

    Cada vez que pasábamos por una carretera particular, sonreía y decía: “Yo sé en donde hay una mina de oro escondida por aquí”. Conocía muy bien las rutas de Colombia, había caminado buen parte del territorio en otros tiempos cuando no existían estas carreteras que extendían los recorridos que él había acortado a pie.

    Nació en 1921. Como buen hijo de la modernidad, los autos y la tecnología lo volvían loco; cuando mi madre lo conoció, manejaba un Mercedes Benz verde oliva descapotado que yo sólo conocí en fotos porque luego le fue hurtado; tampoco lo vi conducir porque sus desmanes no lo dejaron invicto, tuvo la enfermedad de Parkinson durante más de 20 años, sin contar las otras enfermedades que llegaron por el lujo de sus excesos.

     Su pasión por la velocidad y los extralímites también lo dejaron cojo de la pierna derecha, definiendo su único agüero, que a mi me resultaba extremadamente particular: lo espantaban los perros negros, pues cuando se accidentó el día en que quedó cojo fue porque un perro azabache se le atravesó mientras conducía y casi lo hace morir en Caracas, Venezuela; además de dejarlo postrado en una cama por un mes recuperándose.

    A pesar de haber escuchado atentamente sus historias nunca supe a ciencia cierta mucho de él. No le gustaba hablar de sí mismo y lo que sentía, era emotivo pero impenetrable, jamás le vi llorar, por ejemplo. De él solo sé que había huido de casa y que tenía sólo un apellido: el de su madre, que heredé yo también, quien además era indígena, razón por la cual lo apodaron el indio . Su pasión por las cartas y el azar la acogió siendo muy pequeño cuando se dedicaba a la minería para ganarse la vida, allí un señor al que le decían el tuerto lo había adoptado por su evidente inteligencia para que apostara con los otros trabajadores las góticas de oro que habían sacado en la jornada minera; el timo era obvio, aún así los señores se aglomeraban para vaciar los bolsillos del chiquitín, sin saber que los que saldrían despojados de sus piedritas doradas serían ellos, pues el pequeño Efraín los abatía hasta el final en compañía de su suerte implacable que desde esos días nunca lo abandonó en toda su trayectoria de tahúr.

¿Por qué no me enseñaste cómo se vive sin ti?

El acertijo con el que cerraba sus historias, es el que ahora yo trato de descifrar para alcanzar a comprender quién fue; como le perdí siendo joven aún, no le pregunté todo lo que habría querido saber de él. Con el transcurrir del tiempo cuando yo crecía y él envejecía nos fuimos distanciando, la forma de relacionarnos se tornaba difusa, de esta manera le fui perdiendo. Él se estaba volviendo cada vez más hermético pues la vida se le estaba escapando, aquella pulsión que en otra época se había encargado de avivarlo frenéticamente ahora lo estaba extinguiendo hasta hacerlo perder su semblanza. Eso sí, lo que no dejó de hacer fue jugar cartas, aunque este placer también le fue arrebatado cuando el cáncer lo condenó a la inmovilidad.

    Al final de sus días una metástasis que le invadió por completo el cuerpo le selló la voz, sólo hablaba cuando era estrictamente necesario. Lo último que me dijo fue que me quería mucho. Siempre se había esmerado por hacérmelo saber, aún cuando no hablábamos mucho, lo hacía, se acercaba, me besaba la frente y me decía la misma frase que balbuceó aquella vez que me regaló sus últimas palabras. Creo que lo hizo continuamente porque sabía que al fin de cuentas el amor es lo único que queda.

    Antes de morir, quiso buscar a su familia de la que había perdido el rastro hacía muchísimo tiempo, me imagino que quería resolver su propio enigma. Por mi lado, yo sigo resolviendo el mío; he inventado un relato con el cual imagino o trato de desentrañar cómo habría sido su vida, por lo tanto mi proceso de duelo no ha sido vaciar su presencia de mi memoria, al contrario, he hecho de su recuerdo un tributo diario, un ritual cotidiano con el que conmemoro lo que fue su existencia junto a la mía para compensar el vacío que dejó su ausencia; así he ido incorporando su aura con lo que soy ahora; he adoptado sus gestos, sus corbatas, sus carcajadas, la arruguita que le daba picardía a su mirada, su amor desinteresado… en fin, innumerables micropresencias que me calaron hondo, que ahora cuando me miro al espejo embriagan y despistan esa sensación de haber quedado huérfana.

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