Iván Landázuri
El guante se coló seco sobre su nariz ya inflamada tres centímetros desde el comienzo del cuarto round. Aletargado. intentó cubrirse el rostro y soltar con fuerza la zurda que no encontró los cincuenta y cinco kilos que pesaba la humanidad de la Perra Solís, quien se ensañaba con sus costillas. La campana sonó, la Perra volvió a su esquina. Se veía entero, en forma y, sobre todo, seguro de partirle la madre al Pantera que se agachaba con esfuerzo en el banquillo de su esquina.
El Charly le gritaba eufórico como de costumbre: “¡Levanta las manos hijo. Cúbrete la cara, ya se está cansando! ¡Este es tu round, el decisivo!” El decisivo, pensó y se dibujó una sonrisa entre toda esa masa amorfa en la que se había convertido su cara. El Pantera se sintió exhausto. Pensó en su casa, en la renta, en su madre, en sus hermanas y en Julián. Muchas cosas atravesaron su apaleada cabeza hasta que la campana sonó de nuevo exigiendo su presencia en el cuadrilátero. Observó la figura de su contrincante abalanzándose sobre él y lo supo: le romperían su puta madre de nuevo. Ya no sentía los guantes como una extensión de su propio cuerpo. En ese instante tan solo se sentía como un simple saco de entrenamiento a punto de vomitar la arena de su interior.
Lo sabía, se estaba desinflando. No ahora, no en esta pelea. Ésta era la temible debacle, la dolorosa caída. A sus treinta y cinco años pasaría de ser un boxeador marica a solo ser un pinche puto. La Perra lo llevó a la esquina y lo tundió como lo hacía su padre en la infancia. “¡Salte de ahí!” le gritaba Charly desde la seguridad de su asiento. Intentó abrazar el cuerpo de Solís pero este se lo impedía alejándolo con una combinación de Jabs. Finalmente logró aferrarse a él. Por un momento, sentir el tronco desnudo, sudoroso y agitado de Solís llevó de nuevo su mente hasta Julián. Deseó con todas sus fuerzas las manos de Julián acariciándole las marcas de su cara. El público empezó a chiflar mientras la Perra luchaba por liberarse. Cuando estuvo a punto de conseguirlo, el Pantera giró la cabeza y la impactó contra su sien. El réferi los separó. La eliminación era más honrosa que la putiza que estaba sufriendo.
El réferi inspeccionó el golpe y decretó que aquellos dos brutos podían seguir golpeándose hasta que uno de los dos cayese. La campana, caprichosa sonó. “Ya te cargó la verga, maricón”, le dijo la Perra antes de volver a su esquina.
En un principio se liaba a golpes cada que sorprendía a alguien llamándolo La pantera rosa. Hasta que comprendió que el respeto se lo ganaría arriba del ring; rompiéndole la madre a todo el que le pusieran enfrente. Eso no sucedió. Se acostumbró a que lo llamasen así de cariño en los vestidores. Era mejor que encontrar pintas en su casillero o que lo violaran en la ducha. Inclusive los muchachos acudían a la estética de Julián y le gastaban bromas. “Se equivocaron. Tú sí tienes manos de boxeador y el Pantera de peluquera”. El Pantera llegó a ocho peleas ganadas, cuatro empates y doce perdidas. Nadie quiere que un puñal le patee el culo.
El sexto Round arrancó con el Pantera retrocediendo. Esquivando uno de cada cinco golpes que se estrellaban en su cuerpo. Dos noches antes había discutido con Julián. Lo recordaba llorando en la mesa de la cocina. No entendía la insistencia del Pantera por no colgar los guantes.
Si con lo de la estética alcanza.
– ¡Me caga que me mantengas!
– Puedes buscar otra cosa.
– ¡Ya estoy viejo para otra cosa!
La disputa concluyó con un portazo seco, un cristal roto y el Pantera pasando la noche en el Gym. La Perra se sentía Rocky, amasando a golpes un trozo de carne.
Eusebio, la Pantera Torres, odió con profundo esmero a Julián Martínez, un sábado de febrero a las nueve de la noche en la arena Tlalnepantla, durante la mitad del sexto round de la que sabía sería su última pelea. Lo odió por reducirlo a eso, un homosexual de 33 años incapaz de defenderse. Lo maldijo por domesticarlo, por acostumbrarlo a la docilidad de un hogar, de sus manos, de su cama, de su verga.
La Perra soltó una combinación tras otra, empujado por la euforia del público alcoholizado que demandaba la cabeza del más débil. El Pantera intentó cubrirse de la lluvia que caía sobre de él. Fue en ese momento donde, como si se tratase de un reflejo activado, soltó la derecha en un recto que hizo que La Perra Solís se tambaleara. Porque hasta los pésimos boxeadores tienen alguna vez un chispazo de suerte. “¡Ya lo tienes, cabrón. Es tuyo, ya lo tienes!” gritó el Charly quien se desgarraba la garganta al observar lo que hasta ese momento parecía imposible: El triunfo del Pantera.
Los gritos de los espectadores se unificaron en júbilo y éxtasis. El cine mainstream les había enseñado a amar a los héroes reivindicados que surgían en el último momento. Los papeles se habían invertido. Ahora, la Perra luchaba por abrazarse a su contrincante. Por un segundo, la Pantera pareció bailar entre nubes. Ágil, rejuvenecido y con ímpetu en los guantes que proyectaba hacia su oponente. La campana sonó tres golpes antes de que la Pantera noqueara a Solís.
El público permaneció de pie como no lo hacían desde sus primeras peleas cuando los periódicos lo consideraban una promesa del boxeo azteca. En aquellos años, la Pantera soñó con batirse en las Vegas con algún negro, comprarle una casa a su madre y ponerles un negocio a sus hermanas. Se sentó en el banquillo. El aire regresaba a sus pulmones. Se imaginó la cara de Julián al verlo cruzar el umbral de su puerta. El retorno del campeón, se dijo.
La campana sonó. Este es el round… El decisivo. pensó. Vio a la Perra acercarse, hacer una finta y lanzar un recto que lo mandó a la lona. El conteo fue apenas audible por los aullidos en la tribuna. La campana anunció el final. ¡Estaba jodido! En el vestidor, Charly le ayudó a quitarse los guantes. “Ya no llore, no sea puto, si no es pa´ tanto. Ándele váyase al gimnasio a descansar” Al día siguiente los muchachos hablarían de la putiza que le acomodaron a La pantera rosa, pero esa noche le restaba un último Round…El decisivo.
Tocó sin fuerza a la puerta. El hueco del cristal había sido cubierto por un pedazo de cartón. La puerta se abrió. Antes de decir una palabra, las manos de Julián le acariciaron sus pómulos hinchados. Ese suave roce le dolió más que cualquier golpe de la Perra. En un sitio ajeno a toda corporeidad. Quizá tenían razón, quizá ambos se habían equivocado de ocupación.
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SEMBLANZA
Iván Landázuri Oaxaca Oax. 1990
Psicólogo y aspirante a escritor. (Cuentista) Ha colaborado para las revistas Registromx, Scifi-Terror, Penumbria, Yerba Fanzine, Monolito, Errr Fanzine, Sincope entre otras.