La vergüenza de ser un cuerpo

Jazmín Zarco Iturbe

La pretensión de trascender la condición humana no es nada nueva pero sólo desde las últimas décadas nos parece factible. La tecnología nos ofrece dos rutas posibles: mejorar nuestra biología, nuestro ser orgánico, a través del uso de fármacos y de la ingeniería genética, o convertirnos en ciborgs: híbridos con componentes biológicos y no-biológicos.

    ¿Por qué querríamos ser ciborgs? Günter Anders (1902-1992) fue un filósofo judío que trató de responder esta pregunta. Anders analiza los principales temas del siglo XX: la obsolescencia del ser humano en la era de la tecnología y la amenaza de la aniquilación total de la humanidad.

    Uno de los ejes de toda su obra es el concepto de la vergüenza prometeica: la vergüenza que siente el ser humano frente a la perfección de los aparatos que ha creado:

[S]e avergüenza de haber llegado a ser, en vez de haber sido hecho, o sea, por el hecho de que, a diferencia de los productos impecables y calculados hasta el último detalle, debe su existencia al proceso ciego y no calculado, extremadamente arcaico, de la procreación y el nacimiento. Su vergüenza consiste, pues, en su natum ese […]. Y si se avergüenza de su origen anticuado, también se avergüenza del resultado imperfecto e inevitable de ese origen: de sí mismo. (Anders, 2011, pp. 39-40)

    El Prometeo actual pasó del orgullo por su propia obra al sentimiento de inferioridad y miseria, y se pregunta ¿Quién soy yo? Quiere entonces volverse un producto, quiere hacerse a sí mismo, porque no quiere ser nada no hecho. Y con esta vergüenza por no ser una cosa reconoce la superioridad de éstas; confirma su propia cosificación al reprobar como una merma el no estar cosificado; y, finalmente, amedrentado por su superioridad y prepotencia, deserta y se pasa al campo de las cosas, hace suyo su punto de vista y sentimientos, menospreciándose como harían éstas si pudieran.

    Al pasarse al campo de los aparatos, el ser humano pasa de ser no construido a ser algo mal construido. Al compararse con los aparatos resulta que su cuerpo ni es fuerte y resistente como un aparato, y sus capacidades intelectuales, para realizar cálculos o almacenar datos, tampoco superan a las de una computadora. Además, en comparación con el mundo de productos que por su proceso plástico de producción constante que puede cambiar cada día y adaptarse a las nuevas tareas y situaciones, nuestro cuerpo es rígido, determinado, morfológicamente constante; en suma, no libre. (Anders, 2011, pp. 45-49)

    ¿Cómo puede escapar de esta calamidad? Sólo mediante la asimilación física con los aparatos, siendo consustancial a ellos. Sólo convirtiéndose en un ciborg.

    En la época que Anders publica el primer volumen de La obsolescencia del hombre, esta consustancialidad instrumental se quedaba en mero deseo soñado. Hoy, medio siglo más tarde, esta posibilidad parece ser vislumbrada en el horizonte. De cualquier forma, mientras no sea una realidad, el ser humano “[h]a de intentar ya demostrar su devoción a las cosas, una imitatio instrumentorum, una autorreforma; al menos, ha de intentar mínimamente mejorarse para reducir a lo más mínimo imaginable el sabotaje, que noles volens practica basado en su pecado original, el nacimiento”. (Anders, 2011, p. 52)Y este intento es la Human Engineering, con su nueva expresión en el bioenhancement y en la ingeniería genética, y con su añeja intención de despojar a la physis de su fatalidad.

    En la medida en la que se mejora en función de los aparatos, emprende una negación total de su forma de ser. La transgresión que la Human Engineering representa es incalculablemente mayor que la de la construcción de la torre de Babel, puesto que esa vez su transgresión fue inocente dado que no tenía conocimiento de los límites que debían ser infranqueables. Pero cuando es el ser humano el que produce, no existe ningún criterio previo, tiene él que establecerlo, poniéndose a sí mismo como criterio. Debe definir “el punto límite en el momento en que, más pequeño que él mismo, ya no se aviene consigo mismo, o sea: ya no está a la altura de sus productos. Y ese momento es hoy”(Anders, 2011, p. 59) Y si no hace caso a tal límite y modifica su cuerpo inicia un capítulo inaudito. Pero es inaudito no por la modificación en sí, no porque modifiquemos nuestro “destino morfológico” (no es la de Anders una posición de “ético metafísico”) sino porque la autotransformación la llevamos a cabo “para complacer a nuestros aparatos y los convertimos en modelos de nuestras alteraciones; o sea, renunciamos a nosotros mismos como medida y, con esto, limitamos o damos por perdida nuestra libertad”(Anders, 2011, p. 61).

    La figura de Prometeo aún puede corresponder con los contemporáneos, los de Anders pero también los nuestros, que practican la Human Engineering, pero sólo de una forma pervertida. Y esto porque ellos también tienen pretensiones desmesuradas y arrogantes, pero son tan arrogantes que se rechazan a sí mismos por inadecuados, y también son castigados, pero sólo por ellos mismos que se flagelan por la vergüenza de haber nacido.

    No bastando el estar mal construido, es además más efímero que sus productos. No puede siquiera puede aspirar a la inmortalidad, la reencarnación industrial, que le otorgamos a los aparatos hechos en serie. Su muerte no es calculada, no está en sus manos y, en tanto que reconoce como modélicas las virtudes de los aparatos, se avergüenza. Considerar a la enfermedad, al envejecimiento y a la muerte como algo anormal, sólo puede hacerse si establecemos lo normal tomando como medida a los aparatos y no al ser humano mismo.

    Para entender mejor la vergüenza que el nuevo Prometeo siente por su cuerpo, centrémonos primero en el concepto mismo de vergüenza. Anders la define como: “un acto reflexivo que degenera en una situación de perturbación y que fracasa porque el hombre, ante una instancia, ante la que se aparta, se experimenta a sí mismo en esa situación como algo que no es, pero que sin embargo sí que es de manera inevitable”(Anders, 2011, p. 79). Cuando el ser humano se avergüenza de su cuerpo, lo hace como si éste fuese algo contingente, y como si fuera algo que sólo tiene pero no es. Y como no es responsable, no se siente identificado. Pero al mismo tiempo, sin importar que no se pueda identificar y que no pueda hacer nada al respecto, él es su cuerpo. De modo que se avergüenza ante la contradicción de su pretensión de libertad absoluta sobre su yo y la existencia de esa provincia del fatum ante la que no tiene poder.

    Esa provincia en la que el yo encuentra los límites de su libertad, pero con la que puede identificarse; en la que el yo puede intervenir pero no hacer nada a favor o en contra; esa “dote óntica”; es lo que Anders denomina “ello”, y es aquella cuyo descubrimiento hace surgir a la vergüenza. Pero el “ello” no comprende únicamente al cuerpo, a la familia, a la especie, está también el “ello-aparato”. Este nuevo “ello” consiste en“la actividad de la máquina con la que el hombre funciona como una parte del aparato, y en vez de verse como un yo, se ve “como” una parte de ese aparato.”El yo, entonces, ve cada vez más reducido su espacio como comprimido por estos dos “ello”, pero el triunfo será del “ello-aparato” que no sólo se anexionará al yo, sino también al “ello” natural: al cuerpo.

    Pero el yo está dispuesto a perder esta batalla porque ya lo decía el himno molúsico (Anders, 2011, pp. 51-52), ningún sacrificio nos resultará inaudito.

Pero si nos fuera dado
desprendernos de nuestro lastre
y estuviéramos, como barras,
encajados en las barras,

como prótesis con prótesis
en unión más estrecha
y la mácula fuera cosa del pasado
y la vergüenza fuera algo desconocido

si esto aún nos fuera dado,
si aún se nos concediera este don,
ah, ningún sacrificio terrenal
nos resultaría un “sacrificio inaudito”

 

 

Volver arriba