La balada del aprendiz

Descripción de la fotografía. Recreación de una radiografía de estudio-diagnóstico usada comúnmente en el modelo médico. El fondo es gris, casi llegando a negro, y las figuras que se muestran van desde los grises oscuros hasta el blanco. En los bordes izquierdo y derecho se encuentran dos marcas métricas (una en cada lado) compuestas por una línea vertical que divide toda la imagen y 14 líneas cortas perpendiculares a la vertical, como si de una regla para medir se tratara. Los números que indican las unidades de medida están conformados por cuatro dígitos encimados que no logran darse a entender. Las dos líneas métricas (la de la izquierda y derecha) sirven como márgenes laterales que dan protagonismo al resto de formas que simulan imágenes creadas por rayos X. En el fondo aparece un cráneo muy difuso, sólo se logra reconocer con facilidad la cavidad donde van los ojos.  En el centro de la imagen (ligeramente a la derecha) aparecen, de manera mucho más clara y luminosa, los huesos de una mano (encimando al cráneo). Los dedos y la parte inferior de la mano son decorados por fragmentos de una tomografía del cerebro, incluidos letras y números que dan información sobre la misma. De la parte izquierda de la mano emergen partes de un fémur y una tibia. Tanto la mano, el fémur, la tibia, el cráneo y el cerebro son translúcidos. En medio de toda la imagen y hasta al frente (primer plano) están dos rectángulos muy oscuros y translúcidos que dejan ver parte de las radiografías encimadas. Estos dos rectángulos soportan el título: «Radiografías. Ensayos autobiográficos desde los márgenes» y: «Víctor H». La tipografía es similar a la de las máquinas de escribir. La propuesta visual se basa en jugar con lo encimado a través de lo translúcido y lo opaco, creando una radiografía imposible de leer o interpretar para el modelo médico.

(fragmento)[1]

Por Víctor H

Con amor para Diana Olalde

Las relaciones afectivas y la sexualidad son espacios indispensables para el ser humano, ambas implican una conexión que nos permite construirnos por medio de los afectos, el amor, el cariño y las complicidades. En estos terrenos, la palabra da paso al diálogo corporal para transmitir emociones y sentires que podemos expresar solo a través del contacto físico: acariciar, abrazar, besar y coger, son acciones que desencadenan una serie de reacciones que nos hacen vibrar.

            Tanto una como otra son determinadas por el contexto en que vivimos y termina por definirnos, por ello, se vuelven complicadas y difíciles de experimentar. Se impone una forma válida de relación afectiva que tiene como base distintas convenciones sociales sustentadas en los roles de género. Lo mismo sucede con la sexualidad, que se concibe desde prácticas heterosexuales normativas donde los genitales adquieren un papel protagónico. Ambas se imponen a través de las instituciones que nos forman (familia, escuela, religión y Estado) y los dispositivos de comunicación (literatura, cine, telenovelas, series y publicidad) que nos muestran estereotipos válidos para encarnar lo femenino, lo masculino, un tipo de relación afectiva y una forma de ejercer la sexualidad.

            Habitar un cuerpo discapacitado, que no se apega a los atributos universales de virilidad (energía, fuerza, protección y seguridad) provocó que no encajara en los estereotipos válidos de la masculinidad hegemónica. Lo anterior generó conflictos internos que fueron determinantes para crearme un enramado de inseguridades y miedos que impidieron que disfrutara plenamente de algunas etapas de mi vida pero, en particular, de mi sexualidad.

            Cuando pienso en mis primeras experiencias con la sexualidad siempre están presentes los jugueteos amorosos al lado de Luis. Lo lúdico, el deseo, el placer y la complicidad, definen esos primeros acercamientos con la sexualidad que tuve en la infancia. Tuvieron que pasar varios años para volver a disfrutarla plenamente. A continuación esa breve historia.

Jugando a los amores

Entre los tres y cuatro años descubrí mi sexualidad. Lo hice a través de juegos al lado de Luis, mi primo hermano con quien crecí, ambos éramos inseparables durante la infancia y profesábamos una carnalidad mutua ya que nacimos en diciembre del 80 pero con diferencia de dos días. En ese tiempo María de la Salud, nuestra abuela materna, cuidaba a la mayoría de sus nietas y nietos casi todo el día, como aún no íbamos a la escuela, los dos quedábamos bajo su resguardo desde la mañana. Nuestra abuela siempre estaba atenta a lo que hacíamos, sin embargo algunas ocasiones nos perdíamos para jugar. Cuando eso sucedía nos buscaba por toda la casa, a veces, en esas búsquedas, le ayudaban sus nietas y nietos más grandes cuando llegaban de la primaria o secundaria.

            No sé bien cómo inició el juego, pero recuerdo claramente cuál era el escondite para jugarlo: el pedal de una máquina de coser Singer 66 que se cubría totalmente con una tela blanca cuando no se utilizaba; ésta se encontraba en la primera planta de la casa y estaba alejada de la cocina o del patio, lugares donde jugábamos por las mañanas. El hueco del pedal era el escondite que nos resguardaba para abrazarnos, acariciarnos y besarnos en la boca. Algunas veces metíamos con nosotros a un muñeco articulado, casi de nuestro tamaño, lo poníamos en medio de ambos y decíamos que era nuestro hijo. Así, amorosos y extasiados, pasábamos el tiempo hasta que escuchábamos algún ruido que nos ponía en alerta.

            El escondite fue descubierto por Coco, mi hermano que me lleva diez años y por esa época iba a la secundaria, en una de esas búsquedas que ya eran costumbre. Estábamos tan entretenidos en los jugueteos amorosos que no escuchamos cuando se acercó a la Singer 66, se agachó, levantó la tela que la cubría y nos encontró acariciándonos el rostro y besándonos en la boca con los ojos cerrados. Al descubrirnos sonrió y preguntó: «¿Qué hacen?», cuando lo escuchamos abrimos los ojos, nos desabrazamos rápido, volteamos a verlo y sorprendidos respondimos tímidamente al unísono: «Jugando a los amores».

            Por la tarde, María de la Salud contó a nuestros padres lo que hacíamos cuando estábamos perdidos. No hubo llamadas de atención ni regaños. El suceso terminó por convertirse en una anécdota jocosa conforme pasaron los años.

            A pesar de que el escondite fue descubierto, seguimos utilizando la privacidad del pedal de la Singer 66 para jugar a los amores cuando estábamos fuera del radar de los adultos. El juego finalizó al entrar al Jardín de niños.

[1] «La balada del aprendiz», es el tercer ensayo de Radiografías. Ensayos autobiográficos desde los márgenes, proyecto que fue seleccionado por el Programa de Apoyo a la Producción e Investigación en Artes, Medios y Discapacidad 2019, convocado por el Centro Multimedia del CENART.

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Víctor H. Nació con distrofia muscular fascioescapulohumeral, una enfermedad degenerativa que lo discapacita progresivamente conforme avanza. Estudió en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Es ensayista, latinoamericanista e investigador salvaje. En 2006 inició un proyecto de escritura autobiográfica que tiene como piedras angulares sus experiencias con la enfermedad y la discapacidad para abordar temas como la experiencia literaria, la amistad, la memoria, la identidad, la corporalidad, la masculinidad y la sexualidad. Actualmente afina los detalles de la que será su primera publicación.

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