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Onanismos visuales

 La construcción de una DIVA y otros placeres

Por Magalli Salcon

La imagen, la imaginación y el imaginario son constitutivos del universo subjetivo en que viven los objetos presentes frente al espectador para alimentar sus sueños. El sueño de trastocar el tiempo, el sueño de experimentar lo increíble y de ser presencia mágica, el sueño de la inmortalidad.

  Dentro de canales invisibles comienza el diálogo con lo observado. Eso que se observa es traducido por los anhelos y las creencias, para convertirse en aquello que ahora pertenece al mundo interior de su espectador, y así se erige el espectáculo privado. Esas cosas que lo forman, con vida propia, se convierten en los síntomas del poder que la imagen ha ejercido sobre éste. Pero a la vez, la ficción reforzada por el universo del símbolo retrata una cualidad genética superior: la fantasía. Traducir la imaginación de lo soñado para convertirla en sensación plena que se dirige hacia el corazón de este cómplice.

  El alma de los objetos que vive en las imágenes cinematográficas está integrada en un universo meta fílmico. Morín dice que esta alma es metafórica, e involucra la vivencia contemplativa del espectador que construye para y desde el, un imaginario. La relación del espectador con su visión desde ahora es infinita.

  La Diva es el imaginario ideal de la belleza y la perfección, ha sido diseñada para cubrir aún otra necesidad: el placer como relato. A lo largo de la historia del cine ha existido una serie de micro relatos ligados a la creación de personajes atemporales que poseen una presencia extra fílmica visitada en la figura de la femme fatale.

  Apodada como La muerte Árabe: Theda Bara, protagoniza a “Cleopatra” (1917); como La demasiado Bella: Barbara La Marr, en “Romance Árabe” (1922); Las piernas perfectas: Marlene Dietrich, en El ángel azul (1930); La divina: Greta Garbo, en Mata Hari (1931); Lolita: Dolores del Río, en Flor Silvestre (1943); La Diva de divas: María Félix, en La Diosa arrodillada (1947); Miros-Mango: Miroslava, en Ensayo de un crimen (1955); La ambición rubia: Marylin Monroe, en Los caballeros las prefieren rubias (1953); La señorita profundamente helada: Kim Novak, en Vértigo (1958); La rubia de hielo: Catherine Deneuve, en Bella de Día (1967)…

  Y así una serie de iconicidades y poderosas atmósferas renuevan el placer. ¡Todo está vivo! Cada uno de esos objetos dentro del espacio del imaginario ha sido insuflado por el rayo hipereléctrico del cañón de luz sobre los cuadros de celuloide.

La figura humana es el centro de los deseos y del ataviado capricho del espejo. Revestida también por el zoom y el diálogo, desarmada y vuelta a armar. La figura, el rostro, la voz y esa melodía que son uno: fascinación. Onanismos visuales cuando cada parte ha cobrado vida: las hojas al viento, la copa al romperse en el suelo, la mención del perfume, las lágrimas y los diamantes.

Desde el cinematógrafo elementos como el humo, el viento o el gas (Sadoul) poseen esa alegoría mágica que aún nos atrae, y en combinación con la fantasmagoría humana que se desenvuelve ajena a su contemplación; el arte que radica en el cine es el del placer de la visualidad que puede hasta sentirse.

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