A las cuarentonas y más viejas

Por Paola Nayeli Villa Rosado

Abro el chat de mis amigas de toda la vida y veo el meme del día: “Como cuando no te alcanza para el gimnasio y el psicólogo a la vez y tienes que decidir entre levantarte el autoestima o el culo”. Diariamente recibo a través de WhatsApp al menos un chiste sobre el cuerpo y/o la mente de las mujeres, sobre el cuerpo de una mujer gorda, vieja, pobre o fea o bien sobre actitudes como el neurotismo, la incapacidad de decidir, la avaricia y la frivolidad femeninas. Y me pregunto, ¿de qué se ríen?.

No es que, como mujeres, nos tenga que molestar, pero ¿qué es lo que causa gracia e invita a compartirlo con otras mujeres, a darle difusión y visibilizar estos mensajes?. De hecho no creo que de verdad estén riendo, pero aún así lo comparten como una gracia. Para que algo cause gracia, además de ser relativamente cierto y, por tanto, generalizable, debe contener también un tabú o rechazo. Nos estamos riendo de nosotras mismas o de otras al dar validez a una generalización y, así mismo, nos estamos rechazando como mujeres reales. Lo real es lo que de verdad hay.

Mis amigas dan por hecho que la decisión entre invertir en levantar el culo o el autoestima es imposible de tomar. Podrían decir que, en ese momento de su vida, su autoestima está fuerte y que por eso eligen mejorar el culo y seguir invirtiendo en su imagen física, como de hecho hacen. O podrían admitir que no pueden dejar que se les caiga el culo, como es normal con la edad, porque su autoestima no lo resistiría. Pero no lo confiesan. La lucha por rejuvenecer debe disimularse.

“Ningún culo satisface sin suficiente autoestima”, les digo sin querer agredir ni sermonear, pero varias de ellas reaccionan inesperadamente. “Y con el culo caído se te cae el autoestima”, “tampoco demasiada autoestima que luego andan todas desaliñadas y descuidadas”, “lo dices porque no tienes un culo enorme”, se defienden. ¿Qué ganamos pagando el costo de parecer más jóvenes a través de cuerpos adelgazados, caras paralizadas sin arrugas y formas corporales ideales? ¿Y cuál es el precio?

Sin duda ganamos validación del contexto y con ello, una especie de poder que reside en someternos para obtener beneficios (económicos, morales y sociales) de los lineamientos a los que nos somentemos. Cedemos poder ser para obtener poder tener. No es un cambio justo ¿Nadie se da cuenta? ¿Dónde está nuestro entorno amoroso? ¿Por qué nuestras familias, amistades y parejas no nos dicen que no necesitamos someternos a una lucha contra nosotras mismas para salir adelante, para valer y ser amadas? Somos todos cómplices.

“Lo hago para sentirme mejor conmigo misma, para verme mejor” dicen mis amigas cuando sienten custionada su lucha por mantener una apariencia más joven que incluye ser más delgadas y con una piel y rasgos mejorados. Es verdad que cuando nos queremos cuidamos nuestra salud y procuramos una cierta imagen agradable para nosotras mismas. Sin embargo, las intervenciones estéticas que buscan prolongar la belleza de la juventud se basan, al contrario del auto-cuidado que brota de la auto-aceptación, en el auto-rechazo.

El auto-cuidado se distingue del auto-rechazo enmascarado como “sentirse bien con una misma” por que el auto-rechazo oculta a la persona en pro de fingir juventud. ¿Para sentirme bien conmigo misma es necesario verme más joven? Las intervenciones estéticas que tienen como finalidad rejuvenecer a la persona implican dejar de ver a la persona que envejece, convirtiendo el envejecimiento en un tabú.

¿Se puede tener demasiado amor por una misma? Mis amigas le temen a un autoestima elevado porque creen que les hará aceptarse viejas, gordas y feas, imperfectas. “Esa tiene que tener demasiada autoestima para atreverse a vivir así” ¡Pero somos cuarentonas! Para conservarnos como quiceañeras hay que gastar tres veces el tiempo, dinero y esfuerzo que tendría que invertir una adolescente. Y cuando tengamos cincuenta aún más. Es una carrera que se gana a la mala, es decir, agrediendo al cuerpo y dejándo de vernos Sí, dejando de reconocer en el espejo a la mujer somos, que envejece, a la mujer viva.

Un culo firme y una cara sin arrugas no atentan contra el amor propio en la medida en que lograrlo no implique una riesgosa búsqueda de ser quien no se es. Es decir, en la medida en que sigamos viendo y amando al ser vivo que envejece, el ser que somos. Si, por otro lado, al mirarnos solo vemos lo “perfectible” en el culo, la cara o en cualquier parte de nosotras mismas, entonces hemos caído desde la auto-aceptación y cuidado al auto-rechazo y negación de nosotras mismas.

Las cuarentonas debemos ser flacas y sexys, rejuvenecidas y poderosas, perfectas y amorosas, todo a la vez aunque estas mancuernas sean incompatibles. Estar por debajo de nuestro peso nos hace perder deseo y por tanto voluptuosidad, la búsqueda constante de la perfección va en contra de la aceptación de lo que hay y luego de poder crear a partir de lo que sí hay. La luchar contra el envejecimiento nos enfrenta contra nosotras misma y en ello abdicamos a nuestro poder de ser quien realmente somos y podemos ser.

El tabú del envejecimiento promueve tanto el adelgazamiento como el perfeccionamiento de los cuerpos, ya que a cierta edad, la unica forma de evitar la flacidez y el cambio de los rasgos físicos propios del envejecimiento, es adelgazando y combatiendo los signos de la edad. Al esconder el envejecimiento lo volvemos un tabú, algo que da risa en el chiste, pero que se convierte en un cimiento putrefacto para erigir encima la vanidad de personas que creen ser la del espejo, dejando de verse a sí mismas.

Una cultura que convierte la muerte y su signo más patente, el envejecer, en un tabú, es una cultura que desea paralizar la vida, que desea matar el impulso vital para hacerlo cosa y venderlo. Lo compraremos si hemos cedido nuestro poder, ese que nace de ver y aceptar lo que somos: vida que está muriendo. Las canas, los párpados caídos, las arrugas y la flacidez nos dicen que estamos aquí y ahora, que somos todo lo que hay, sin necesidad de consumir nada más que a una misma porque estar vivas-envejeciendo, es todo lo realmente necesario para poder ser lo que queramos.

Amigas cuarentonas, no tenemos nada que ocultar, nuestro envejecimiento no apesta, las mujeres no apestamos, no tenemos porque escondernos y dejarnos podrir. Vernos envejecer nos da la sabiduría, el poder y el amor hacia nosotras mismas que la búsqueda de la juventud nos quiere arrebatar. ¿Qué ganaríamos sacrificando todo esto? Nada, literalmente. Renunciar a envejecer es renunciar a nuestro poder. Ceder el poder de crear lo que somos a cambio del poder de tener -status, cosas, parejas, aceptación externa- nos pone es un estado de precariedad, de absoluta necesidad y carencia, nos vacía.

¿Se han imaginado como habría sido nuestra experiencia si en la juventud hubieramos gozado de la seguridad que tenemos ahora? Entonces sí que habríamos valorado nuestro cuerpo de ese entonces sin tanto complejo. Paradójicamente, rejuvenecer y prefeccionar un cuerpo de cuarenta evaporara la seguridad y el autoestima con las que quisieramos haber disfrutado ese cuerpo juvenil. Parece una mala broma de la vida, pero tiene su sentido.

Alrededor de los cuarenta, tenemos la oportunidad única de ver al cuerpo tal cual es, es patente que el cuerpo es un ser vivo que, por lo tanto, está muriendo. Vemos ese cuerpo que somos con mayor claridad que nunca porque podemos observar su innegable mortalidad. Absolutamente todo lo que está viviendo está así, muriendo. Vivir implica inherentemente consumirse, un ir siendo porque va dejando de ser. Nuestros cuerpos envejecen en todo momento y eso es la más hermosa y fascinante prueba de su poderosa vitalidad.

Envejecer no es un vestido, es la imagen de quienes realmente somos, seres vivos muriendo y por tanto vulnerables. Podemos vernos a nosotras mismas a los ojos cuando podemos ver mi propia mortalidad y abrazarla para celebrar nuestra vida, que es movimiento. Así nos damos cuenta de que cada decisión es una balanza delicada entre crear y descartar, de que los procesos hay que vivirlos como lo único que hay porque no existe un lugar al que llegar, no existe el ideal y si dejamos de movernos, para prolongar la juventud, estamos muertas en vida, ese es el precio.

Amigas, vernos al espejo todos los días, envejeciendo, nos ayuda a mantener despierta la conciencia de nuestra vulnerabilidad o, como diría Heiddegger, la conciencia de muerte que abre todas las posibilidades. Además de que la conciencia de estar vivas-muriendo nos hace palpable el hecho de que mientras estemos vivas todo es posible, nos hace poderosas, esta conciencia de vulnerabilidad nos permite vernos como algo sensible hacia lo cual hemos de ser generosas y gentiles. De ahí se nutre el autoestima, al sabernos vulnerables sentimos la necesidad de cuidarnos, de nutrirnos, de ser amables con nosotras mismas, de aceptarnos y tratarnos con respeto y amor.

Al desgastarnos por cubrir las evidencias del envejecimiento que evidencia el hecho de que estamos pasmosamente vivas, comenzamos a sospechar del proceso de envejecer, de estar vivas y del poder que deviene de estarlo. Comenzaremos a ver el envejecimiento como algo asqueroso y maloliente, como algo podrido que debe ser escondido. Comenzaremos a rechazarlo, a rechazarnos como personas en proceso. Si hacemos que el espejo nos devuelva una imagen de una mujer joven que no somos, nos perderemos y perdernos significa abdicar. Vernos envejecer es aceptar el poder innegable que hay en estar vivas.

Queridas amigas, ningún poder que venga de lo que no somos merece que nos aniquilemos y cedamos el poder que deviene de sabernos vivas, envejeciendo y en proceso. Aún si esto nos gana un estilo de vida opulente o seguro porque al final del día, el rechazo a nosotras mismas cavará cada día más hondo y se convertirá en la más dolorosa insatisfacción imposible de saciar. Entre más evitemos vernos como lo que somos, seres vivos, en proceso, que envejecemos, más rechazamos nuestro poder de crearnos a partir de lo que si hay y más nos sacrificamos por un ideal.

Lo ideal puede ser motivador mientras no usurpe el centro de lo que somos. El ideal no debe ser encarnado por nuestros cuerpos porque un ideal es lo que no somos. En nuestro centro siempre debe estar lo que sí somos, un ser vivo en proceso de morir, un ser con posibilidades. Vernos y aceptarnos así, tal como somos, envejeciendo, es la única forma de amarnos y de poder amar, de valorarnos y de poder valorar, de encontrar lo que podemos ser y acompañar a otros a encontrar lo que pueden ser sin castrarles. No hay otro camino a la plenitud que el de seguir lo que nosotras mismas somos.

¿Por qué procuramos prepetuar el tabú del envejecimiento viralizándolo? Además de los beneficios canjeados por el poder que cedemos en la búsqueda de una apriencia más joven, las mujeres hemos fincado demasiado sobre esta negación. Tememos perder la imagen que refleja el espejo porque la hemos reforzado tanto que no confiamos en que exista alguien que no sea esa imagen más o menos ideal. Por eso nos mentimos diciendo que luchamos contra la vejez para sentirnos mejor, porque no nos reconocemos en lo presente. De ea forma, estamos perdidas en la casa de los espejos.

Perdernos es querer sentirnos mejor con nosostras mismas, luchando por ser las que ya no somos. Mientras las mujeres queramos reconocernos y valorarnos en lo que ya no somos, nuestro empoderamiento no será real. Por eso, entre amigas, dejemos de alabar nuestra imagen en relación a un ideal y comencemos a reflejarnos más allás de nuestra belleza idealizada. Recordémonos lo que realmente vemos unas en las otras, el poder que emana de nuestro estar vivas y en proceso. Son otras mujeres quienes me nos hacen descubrir quienes somos y nuestro valor. Entre nosotras podemos empujarnos para lorgrar reconocernos en el proceso de envejecer, es decir, en la vida y no en la negación de ésta. ¡Vivas nos queremos! En el más amplio de los sentidos.

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Paola

Paola Nayeli Villa Rosado. Mujer de 42 años, en proceso, madre, pareja, amiga, familiar, compañera de otras mujeres en procesos. Comunicóloga y humanista. He trabajado como catedrática de filosofía y ética en la Universidad Iberoamericana Puebla, México durante 5 años y posteriormente como gestora de proyectos de voluntariado ciudadano y corporativo en la fundación Hazloposible en Madrid, España durante 7 años.

 

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