Unsex me here

por Adriana González Mateos

*Imagen: Shakespeares-women

~Primera de dos partes~

Quiero pararme en medio del escenario bañada en sangre. Que trace caminos en mi piel, que me dibuje surcos y signos. Quiero sentir su olor ferroso. Sí, sangre de verdad, no sólo un efecto destinado al público. Por lo menos el día del estreno: claro que me importa la crueldad hacia los animales.
Todo lo demás se va a ir definiendo en torno a esa imagen. Primero pensé en la calidad estética de Erzebeth, en tantas posibilidades visuales que distan de estar agotadas: con unas cuatro o cinco actrices de apoyo puedo mostrar contrastes muy provocativos. Está a punto de cumplir cincuenta años; su belleza, que durante tantas décadas dominó cualquier situación, empieza a eclipsarse. A medida que deja de menstruar, se obsesiona con la sangre de las adolescentes. El contraste entre su cuerpo ataviado y la desnudez de ellas: los bordados, las joyas, los encajes, todo eso que la hace cada vez más elaborada, más esculpida, más oculta. Tiene miedo de la luz: por eso todo sucede en un sótano, en un útero.
Su séquito de hechiceras: las podría convertir en guardianas de un mundo que aún resistía al cristianismo. Pero a pesar de la perfección de algunas escenas, Erzebeth no me basta. Se aferra a los conjuros y a los talismanes y se sumerge en la sangre porque no quiere ver algo que debería ser más evidente a cada minuto de la obra: se parece menos a las prisioneras y más a las brujas. Su historia sólo puede ser el relato de un fracaso, y yo no quiero eso. No quiero poner en escena esa historia que invoca cirujanos plásticos y bótox. No quiero que su risa suene amarga.
Podría hacer una Erzebeth cómica y punto, pensé durante algunos días, sin acabar de convencerme. Y de repente se me apareció (sí, saltó frente a mí mientras hablaba por teléfono con Roberto y dibujaba garabatos para distraerme) un personaje mucho más interesante, quizá una nieta, una biznieta de Erzebeth pero nutrida por aires irreverentes. Sin esa seriedad de lápida.
Lady Macbeth. Un rápido paseo por YouTube me dejó fascinada por sus manos tintas en sangre, por los goterones en la cara, por la variedad de guantes y trajes rojos usados por las actrices. Los cineastas se han esmerado en variantes inapreciables: Lady Macbeth a la luz del crepúsculo, iluminada por los rayos del amanecer, bebiendo líquidos redundantes en copas de cristal. No le pide nada a Erzebeth y además se mueve. Habla.
Corrí al espejo a maquillarme, a ponerme y quitarme chales, zapatos y collares, en una euforia de hallazgo. Recité pasajes, frases. Saqué del librero mis Obras completas, casi temiendo que se evaporaran mis intuiciones y esas palabras pertenecieran a otra obra. Pero ahí estaban, condensando mi espectáculo: Unsex me here.
Leí y releí la obra, subrayé, consulté un poco de crítica, discutí con Roberto. Hay un enigma en Macbeth, decidimos después de estudiarlo varios días. Algo falta en esa obra.
Sí: el texto sobreviviente parece ser una especie de guión para alguien que trabajaba en la puesta en escena. Y aun así. Es un texto incompleto.
Me pareció evidente la respuesta. Volví a llamar a Roberto, hicimos una cita. Era urgente empezar a aterrizar aspectos concretos del trabajo.
Durante siglos hemos leído una versión censurada, le dije mirando el menú, dejándolo ordenar el vino. Es el resultado de tachones y adiciones hechos por William a un texto de su hermana, la malograda Judith. Mi puesta en escena incluirá escenas para narrar esa historia: cómo Judith se ahorcó y Will apenas pudo salvar sus papeles, que lo sacaron de una crisis. Tenía deudas, un estreno inminente en la corte y muy pocas ideas. El embarazo de su hermana, su relación con un dramaturgo rival en cuyo último estreno le parecieron evidentes la mano, la voz de ella, las peleas, el suicidio: todo en esas semanas parecía calculado para hundirlo. Y de repente, después de vender los pocos cachivaches de ella que valían un céntimo, se encontró con esas páginas, la letra impetuosa y un poco despeinada, las tachaduras, uno que otro dibujo apresurado: The Tragedy of Lady Macbeth.
Apenas el día anterior la había enterrado en la encrucijada. Tal vez eso le permitió reconocer la fuerza, la poesía, la originalidad que siempre le había disputado. Estaba loca, cómo negarlo si esas ideas acabaron por matarla. Pero ahora ya no lo perseguían sus reclamos y pudo verlo por primera vez: su hermana había sido un genio.
No era de los que se dejan anular por la culpa. Judith estaba muerta y no había manera de deshacer los últimos meses, ni toda una vida de peleas. Pero tenía en sus manos la solución de sus problemas inmediatos. Siguió leyendo, ya con su grupo de actores en mente, con las fechas. Iba en la tercera página cuando se levantó por una pluma y un frasco de tinta. Si él y su hermana hubieran sido capaces de descubrir antes la posibilidad de trabajar juntos.
Roberto me escuchaba con atención. Fruncía el ceño, a veces hacía preguntas, quizá suprimía críticas. Confío mucho en él, aunque no siempre estamos de acuerdo. Nos conocimos hace muchísimos años, cuando protagonizamos una comedia romántica bastante regularcita; nos reuníamos a repasar los diálogos y a criticar al autor. En una de esas, Roberto se lanzó a decir uno de los textos de Romeo y Julieta; no se imaginaba que le iba a contestar con exactitud. Por supuesto caímos en la tentación de creer que ningún actor anterior a nosotros había sentido de manera tan genuina esos personajes. Ensayábamos en su casa, leyendo las escenas entre las sábanas, desayunando aprisa, interrumpiéndonos para improvisar, pero nos separamos mucho antes de planear ningún suicidio. Desde entonces hemos vuelto a colaborar muchas veces, cada uno ha tenido varias parejas y divorcios, hemos pasado por muchas etapas de nuestros respectivos trabajos y procesos creativos. Alguna vez me ha parecido muy desgastante trabajar con él, sobrellevar sus críticas y sus arranques de mal humor, pero desde hace mucho me acostumbré a contarle mis proyectos. Anoche fue el oyente ideal. Sabe respaldarme, sugerirme posibilidades, protegerme si empiezo a divagar. A veces hablamos de Shakespeare y es bueno saber cuánto cariño hay en las acotaciones de esos diálogos.
Le conté los pensamientos de Will mientras compartíamos la ensalada. La tragedia de su hermana era irrepresentable; había que quitarle, ponerle, adaptarle. Judith por ejemplo dejaba pasar un detalle que le daría relevancia política, pues se deshacía muy pronto de Banquo, como si no se percatara de la leyenda que lo convertía en ancestro del rey actual. Así había sido siempre: desdeñaba cálculos indispensables. Escribió de un jalón la escena de los descendientes de Banquo reflejándose en espejos infinitos y se sintió feliz. De alguna manera, su hermanita vivía en el calor con que su mano acariciaba las páginas. La recordó muy niña, cuando ninguno de los dos sabía escribir y corrían por los campos cercanos a Stratford o se refugiaban de la lluvia y jugaban a disfrazarse.
Ese papel lo va a hacer una actriz imperfectamente travestida, aunque al principio nadie en el público se dé cuenta. Will va a hacer pausas en su escritura para acariciarse los cabellos, para ajustarse un corpiño apenas disfrazado bajo la camisola. En algún momento se va a quitar el bigote para sentirse más a gusto. Sólo así podrá acometer los pasajes de las brujas, ellas sí barbudas. Su pluma se va a detener un instante sobre el papel mientras contiene la respiración y las ve ocupar el escenario, a la vez encarnación de las entrañas de la tierra y hechas de aire, de fuego.
Esos pasajes nunca han sido completamente descifrados por la crítica. Se dice que Will copió hechizos verdaderos, robados a las curanderas que Judith buscó para abortar. Tal vez lo engañaron haciendo pasar versos sin sentido por palabras de poder, o viceversa. Quizá leemos consejas incalculablemente antiguas, tal vez encontramos la escritura de Judith sin ninguna alteración. Las oigo magnificadas por el maquillaje, por los efectos de luz. Pero no puedo dejar de anotarlo: tal vez ahí es donde Will fue más severo y sacrificó páginas enteras que su juicio de experimentado dramaturgo no hubiera dejado llegar al público en ese tiempo atravesado por tensiones religiosas. Ritos, profecías, toda una trama sumergida.
Su versión conserva huellas elocuentes, como los restos de una ciudad usados en edificios posteriores, todavía tartamudeando en un lenguaje que ya no entendemos pero no deja de invitarnos a descifrarlo. Las brujas están ahí con su idioma de adivinanzas, pero se quedan a medias. Ahí se articulaba un mundo paralelo, mucho más poderoso que el de las luchas dinásticas entre Macbeth y los sucesores de Duncan, una esfera que los predice y los manipula pero cuyas razones están excluidas del escenario. En la versión de Will sobreviven los intentos de Macbeth por interrogar a esos poderes desdeñosos, que en cambio escuchan los ruegos de su esposa.

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Adriana González Mateos da clases en la Universidad Autónoma de la Ciudad de México. Ha recibido varios premios por su trabajo literario:Foto-4 ha publicado traducciones de poesía, cuentos, crónicas, artículos académicos, ensayos y las novelas El lenguaje de las orquídeas (Tusquets 2007) y Otra máscara de Esperanza (Océano 2014).

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