Unsex me here – parte 2

por Adriana González Mateos

Esas escenas serán el centro de mi obra. Lady Macbeth es muy joven en ese momento y va vestida de colores claros, casi una novia, aunque cargada de responsabilidades que dan dignidad a su figura. Con esa compostura de ama de casa abre la carta y pasa velozmente sobre los saludos: sabe que a las efusiones amorosas no tardará en seguir una lista de instrucciones. Los espectadores se van a sentir incómodos sin saber por qué: más de uno sentirá una bestia emboscada en sus gestos, un rugir apenas domesticado. Parece una dama, pero viene de una selva anterior al castillo a donde está a punto de llegar Duncan, de ceremonias en grutas cubiertas de pinturas y plegarias a los árboles. Nada la prepara para encontrar, a mitad de la página, un mensaje dirigido a todo lo que se ha acostumbrado a suprimir. Al leer las palabras de las brujas, la señora de Glamis mira por encima de su castillo, de su vida conyugal, de su feminidad aprisionada en ese mundo de soldados. Su respuesta truena como un relámpago: unsex me here!

Toda mi experiencia, mis años de oficio van a ser desafiados para encarnarla, porque al avanzar en ese parlamento voy a ir envejeciendo por instantes, arrastrada por el tumulto de palabras enfebrecidas, hasta que al final tenga el aspecto, la voz de las brujas. El traje blanco se habrá teñido de un verde serpentino, el color de una esperanza letal. El de los bosques sublevados para destruir este mundo y afirmar que otro es posible.

En la cara de Roberto vi lo que quiero sentir en el público. Levantó su copa para obligarme a hacer una pausa. Bebí sin dejar de pensar en la invocación.

El calor del vino me calmó un poco. Traté de explicarme: a través de siglos muy convencionales se ha leído unsex me como una petición ortodoxa y para todo público: el natural femenino de lady Macbeth, inclinado a la compasión y a la culpa, ha de ser reemplazado por la crueldad indispensable a quien ha de asesinar a Duncan, alguien que según este pasaje ya no será mujer pero tampoco necesariamente hombre, sino un ser (unsexed) convocado por la magia. Que esta transformación no será sólo espiritual, sino física, se establece cuando suplica que la leche de sus pechos se convierta en hiel. Dos líneas antes la señora de Cawdor se refiere a la sangre: make thick my blood puede ser aplaudido por cualquier espectador del Globe como una metáfora más o menos obvia de la insensibilidad moral. Pero la sangre se hace más espesa cuando se acerca la menopausia: se llena de coágulos, fluye más lenta y más impredecible, más escasa. Lady Macbeth se aproxima a las brujas, empieza a parecerse a ellas a medida que describe este cuerpo post-sexual. La súplica adquiere un sentido más corpóreo:

make thick my blood,

Stop up the access and passage to remorse,

That no compunctious visitings of nature

Shake my fell purpose,

Cómo se notan aquí las tachaduras de Will, el agregado del remordimiento y la compunción a estas visitas de la naturaleza, potencialmente debilitadoras, que deben interrumpirse si la sangre se hace más espesa, si se bloquea el acceso y el pasaje del sexo y el nacimiento, este canal que atraviesan los nacidos de mujer pero jamás fue cruzado por el vengador Macduff, cuya figura empieza a insinuarse desde aquí. Lady Macbeth cambia su cuerpo femenino por otro capaz de moldear al destino. Ya no será esposa de un thane ni le dará hijos: es emisaria del mundo gestado en el caldero de las videntes.

La próxima escena seguirá enriqueciéndose en cada función. Estoy segura. Roberto empezó a añadir detalles, imaginando su caracterización del asesino. La muerte de Duncan no será un vulgar crimen por ambición, sino un ritual para marcar el pasaje del ama de casa a la guerrera. El marido cumple aquí funciones indispensables, pero secundarias. Es Lady Macbeth quien planea, decide y se obstina para no desistir; que él obedece designios superiores es evidente cuando trata de asir una daga alucinatoria, una flecha que señala la dirección de sus pasos: su destino. Deberías parir sólo varones, dirá más tarde. Roberto y yo imaginamos la ironía de Judith, las correcciones bien intencionadas o vanidosas de Will, escenas en que ese comentario sonaría patético o amargo, descripciones de la soberana. Todo irá anudándose hasta que ella o yo nos alcemos en el centro del escenario y me despoje de la ropa que me ha atado a funciones subalternas; al embadurnarme con la sangre del rey anuncio que esa mujer no volverá a menstruar. ¿Tachó Will el momento en que ella se ceñía la corona frente a las brujas, antes de ponerse un vestido negro? ¿Con qué gestos saludaban esa consagración; qué parlamentos se han perdido?

Roberto me interrumpió: cómo no pensar en la reina virgen, muerta poco antes sin haber parido un heredero. Todo este drama en torno a la maternidad negada y al poder debe haber sido muy actual. Nos miramos sobre las tazas de café, imaginando una nueva lectura, una Judith hasta entonces desconocida. Las manos ensangrentadas de Lady Macbeth podrían haberse convertido en un panfleto o en una denuncia inconveniente. ¿De verdad Judith suprimía las escenas sobre la posteridad de Banquo por ignorancia de la política, o bien denunciaba conspiraciones y asesinatos recientes? ¿Hablaba por un partido opositor? La hipótesis de su suicidio para evadir un embarazo nos pareció limitada, casi humillante. Qué poco sabemos de su vida, qué huellas ha dejado por ahí, cuántos mensajes leídos a medias.

Espera, le supliqué. Déjame seguir contándote. Fíjate cómo desde esa escena suprimida de la coronación frente a las brujas la sangre sigue corriendo y va inundándolo todo: ya no limitada por las mensuales visitings of nature, se desborda hasta invadir todo el espacio escénico, hasta que Macbeth se describe inmerso en sangre, ya incapaz de salir de ese fluir descomunal:

I am in blood

Stepp´d in so far that, should I wade no more,

Returning were as tedious as go o’er

A ella, en cambio, la sangre se le concentra en las manos: miembros para empuñar las armas, el cetro o la pluma, como si la escritora se complaciera en ese mínimo reflejo aunque la reina la usara sólo para firmar una sentencia. Quizá el rojo es el color de la decisión. ¿Garabateó Judith la escena del remordimiento, el inútil intento de lavarlas, o se la debemos a Will? ¿Suprimió por ahí algún monólogo sobre la razón de estado y la voluntad de poder? ¿Lady Macduff es sacrificada porque se niega a abandonar su vocación maternal o porque es incapaz de hacerlo? ¿O tal vez para perfeccionar la función mágica de Macduff, quien no nació de mujer ni tiene ya hijos?

Seguimos hasta muy tarde con preguntas así, con escenas, vestuarios y utilerías imaginadas, llevados en parte por el vino, en parte por la alegría de imaginar cada vez mejor el espectáculo. Vi cómo Roberto se acababa su copa y por unos instantes me sentí incapaz de añadir nada. Le sonreí para reiterar el gusto que me da seguir trabajando con él, colaborando tantos años después. A la distancia, nuestro romance parece tan poco importante en comparación con el diálogo de ahora.

Ya sé: si se lo digo va a mover la cabeza y va a hacer un comentario halagador. Puede ponerse muy serio, hasta decir que me negué a ser feliz con él, jamás ha dejado de añorarme ni encontró a nadie como yo. Nunca le creo, quizá porque a las pocas semanas de terminar conmigo ya andaba con otra. De todas maneras, en las miradas de ambos, en los saludos, acechamos todavía el minúsculo gesto para reiterar que todavía nos gustamos. De repente sentí todo eso como un traje pasado de moda. Shakespeare no lo dice, pero es obvio: como yo, lady Macbeth se estaba acercando a un cierto crepúsculo. He sido una mujer muy atractiva: ahora soy la apariencia de una mujer atractiva, el cascarón, el andamiaje, las instalaciones ya desocupadas y en proceso de desmantelamiento. Él está arrugado: sus ojos siempre fueron espléndidos, pero ahora brillan como la última señal del hombre que recuerdo. Según acaba de contarme, su hija está embarazada: éste va a ser su primer nieto.

Al despedirme comprobé qué alivio es no querer quedarme, no sentir ya esa ansia de roce, esa hambre de su piel ni de ninguna otra. Me gusta conversar con él, divertirnos, llamarlo y recibirlo sin las ansiedades que sentía cuando estuvimos enamorados. Quizá siempre sigamos diciéndonos requiebros: esas pequeñas cortesías endulzan el trato de los viejos. Pero algo en mí ha desaparecido y ni siquiera se despidió con las tramoyas del teatro isabelino.

Empezamos los ensayos dentro de una semana. Todavía hay mucho que hacer, muchos preparativos, pero la obra saldrá bien. Ni siquiera me acordaré de que afuera del teatro hay otra vida, aunque en algún momento bajaremos del escenario y retomaré otros parlamentos.

¿Y si hubiera alguien más en mí cuando acabe esta mudanza, si unsex me fuera como abrir una puerta?

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Adriana González Mateos da clases en la Universidad Autónoma de la Ciudad de México. Ha recibido varios premios por su trabajo literario:Foto-4 ha publicado traducciones de poesía, cuentos, crónicas, artículos académicos, ensayos y las novelas El lenguaje de las orquídeas (Tusquets 2007) y Otra máscara de Esperanza (Océano 2014).

 

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