No puedo detenerme en la contemplación de la lenta transformación de mi cuerpo. La apariencia física a los 68 años no es algo que me asuste. Los dolores en cambio indican otros deterioros más internos , menos visibles que la piel. Preocupan porque dificultan los desplazamientos y la danza ya no me invita tan asiduamente. Saltar, correr, se vuelven micro acciones del cuerpo, puntuales. A veces imagino que aún es posible una danza suave, lenta sensual, como la caricia de una brisa, entre árboles o al borde del mar. Disfruto mucho mirando videos de danza contemporánea; aprecio la danza butoh en particular. Es el tiempo de permitirme descansos placenteros, como los que experimento en la hamaca en verano, balanceándome sin culpa. Volverme cada vez más lenta me permite degustar más intensamente de las cosas bellas, imperceptibles casi que cuando andamos de prisa, propulsadas por la desbordante energía de nuestros jóvenes cuerpos.
Sí, el cuerpo, mi cuerpo lo asumo; no me produce tristeza, gozo de todo lo que es aún posible de disfrutar y hacer con él. Pienso mucho en algunos maestros de Yoga, que enseñan a cuidar el cuerpo, en lo que comemos y como lo tratamos a lo largo de nuestras vidas.
El jazmín en flor tiene un aroma intenso, su flor es de un blanco muy puro, pero se desvanece en poco tiempo. A pesar de ello guardamos en nuestra memoria su perfume y su belleza es aún más conmovedora cuando sus pétalos comienzan a tomar un color té hasta quedar completamente marrones. Muchas veces me he preguntado si las flores sienten dolor cuando se van marchitando, ¿cómo ven ellas nuestros cuerpos?
Piel
cáscara
nervio
manto
pétalo del alma
paisaje
piel escritos de la existencia
mapa de nuestras intinerancias
Puedo mirar con envidia los vientres de jóvenes mujeres, pero también admiro las monumentales mamás africanas, como diosas, ondulando sus cuerpos en el andar.
Envejecer, llegar al fin de un ciclo de vida
envejecer
enlentecer nuestros pasos
volvernos suaves deseosos de afectos
Entrar en el desapego para trascender
Nota: El texto es autoreferencial sobre cómo vivo en mi cuerpo y mi mente la etapa de la vejez. Las fotografías son instantáneas que me permiten ver más en detalle los pliegues de la piel; todos los acontecimientos de nuestras existencias están impresos en ella. En cierto momento pinté mis labios y me cubrí de flores. Me sentí chamana y lo gocé mucho.
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Sandra Petrovich. Artista plástica y visual, poeta, activista, nace y vive en Uruguay. Desarrolló una intensa actividad artística y cultural en Bélgica. Participa de múltiples exposiciones individuales y colectivas . Su creación se expande en colaboraciones con otros artistas, participando en proyectos colaborativos, siendo los más destacados : Eyeseverywhere//ojosportodoslados , la colaboración con Sishima Kamikija/Minako y 2 tintas 4 manos con la artista Anahid Hagobian.
“Habría que atravesar el universo lírico Como se atraviesa un cuerpo que se ha amado mucho Habrá que despertar las potencias oprimidas La sed de eternidad, equívoca y patética” Michel Houellebecq
¿Cómo envejecemos con plenitud en una sociedad que celebra la juventud como la única etapa valiosa de la vida y que se sueña eterna? Especialmente cuando se acompaña de mandatos de belleza estereotipadas para las mujeres. ¿Cómo nos damos cuenta de que estamos envejeciendo? ¿Envejeciendo para qué, quienes y en qué sentido? ¿Envejece el cuerpo o las ideas también? ¿Dejamos de ser atractivas/os en todo lo amplio de esa palabra? ¿Todas las personas y sociedades experimentan el envejecimiento del mismo modo? ¿Es una experiencia que se vive universalmente?
Interrogantes que no podría agotar en este ensayo, donde pretendo humildemente aproximar ideas, reflexiones en voz alta.
Cada cultura y cada persona vive su cuerpo de manera diversa, da significados distintos a sus experiencias, que en ocasiones no puede ser puestas en palabras. Empero, el discurso hegemónico insiste en uniformar cuerpos, emociones, deseos y nuestra relación con la propia subjetividad corporal. Esta pedagogía del desconocimiento, de la negación de la pluralidad de las maneras de ser y habitar el mundo, oculta que envejecer es un proceso valorado de múltiples maneras en cada cultura, por ejemplo, en comunidades indígenas de México como algunas Oaxaqueñas, es simbolizada como sabiduría y otorga una posición de reconocimiento y de poder en aspectos que conciernen a la comunidad. Al contrario de nuestras sociedades culturalmente occidentales, donde la vejez es una paria, considerada el menoscabo de capacidades, la pérdida de productividad y relevancia socioeconómica. Envejecer es una carga económica para el capitalismo, porque ya no puedes emplearte, si no produces, no vales.
Personalmente, rumiar sobre el asunto de envejecer tomó preminencia cuando cumplí 30 años, con las primeras canas en mi pelo oscuro y las primeras arrugas en mis ojos, marcas de que estoy viviendo. También suelo pensar en ello con frecuencia cuando observo mi panza, después de haber parido hace tres años, casi cuatro, a mi primer y único hijo. La piel que sobra se asoma por sobre el elástico del pantalón, suave, blanda, esparcida, flácida y cómodamente en un único pliegue. Es una huella, un indicio de que mi vientre estuvo habitado durante 9 meses, un recuerdo y, por tanto, una imagen, un espejo donde mirar el pasado desde el ahora de mi cuerpo. Por lo cual, también es presente y es futuro, particularmente cuando veo crecer a mí hijo, recuerdo que mi piel carece de temporalidades exactas. Mi piel-huella me conmueve, me habla de maternar, de cuidar, de ceder y aprender, de sembrar futuro en otra vida, en quien continuará después de mí.
En ese sentido, para la estética dominante de occidente, un vientre como el mío, que refleja la experiencia de un embarazo, no se considera bello ni deseable. De este modo, se sostiene y reproduce todo un negocio de cirugías estéticas y tratamientos para borrar cualquier vestigio de flacidez, de gordura, de dolor y de vida. El vientre modelo es el vientre plano, joven, sin huellas de cambios o del paso del tiempo, aunque el mandato de la maternidad siempre se encuentra a la orden del día y el acceso a cirugías reconstructivas, a tratamientos de belleza, tengan costos altísimos al que solo un grupo social privilegiado pueda acceder. Mecanismos psicológicos perversos al que apelan el capitalismo y el Heteropatriarcado articulados meticulosamente, para mantenernos consumiendo ideales inalcanzables de modo constante.
Sin embargo, por mucho dinero que invirtamos o esmero que pongamos en negar o en ocultar huellas de envejecimiento, el cuerpo habla, el cuerpo narra el paso del tiempo y la sociedad juzga estos procesos, según parámetros hegemónicos de lo valorable o no. En esa valoración, el envejecer se presenta como el deterioro constante de la belleza, de ese cuerpo fibroso, delgado, blanco, occidentalmente performado, al que todas/os debiéramos aspirar. La piscología social explica que envejecer se encuentra relacionado hegemónicamente con la pérdida, con el deterioro de las aptitudes físicas o mentales; con la ausencia de la belleza, del deseo y del goce sexual; como un resto del tiempo que queda por vivir, es decir, como el extravío de la vida misma. Es habitual que, para muchas personas, envejecer sea el indicio de que la muerte se encuentra cercana. El miedo a envejecer es el miedo a la muerte y esta, en nuestras sociedades occidentales, goza de muy poca estima.
La muerte tan enfáticamente negada por el capitalismo, que nos vende inmortalidad en comprimidos, belleza como sinónimo de salud y juventud, blanquitud y perfección, es una maquinaria despiadada de producir insatisfacción en relación con nuestro cuerpo. Nos condiciona y hostiga para que consumamos y otorguemos enormes ganancias a las empresas dedicadas a los cosméticos, al mercado estético y médico. Se venden cremas antiarrugas, tratamientos para la celulitis, dietas que se dicen saludables, pero son carentes de nutrientes y grasas necesarias; entrenamientos de alta intensidad en gimnasios, cirugías estéticas para combatir el paso del tiempo o lo que la estética dominante señala como defectos. El horizonte es la belleza para siempre, la llamada “eterna juventud” con el consecuente efecto “Peter Pan”[1].
Entre algunas de los emergentes de estos condicionamientos, existe un aumento de la cirugía estética en las clases medias-altas, sobre todo de países imperialistas como EEUU, donde según un informe acrítico de la Sociedad Internacional de Cirugía Plástica y Estética (ISAPS)[2], el bótox es el tratamiento más demandado del mundo. Este, es un líquido paralizante que actúa localmente para evitar los impulsos nerviosos que controlan los movimientos musculares. De esta manera el rostro no se arrugará, aunque quieras reír o fruncir el ceño, el resultado es una cara que no acusa la vivencia de emociones. Podemos hablar entonces, de que envejecer es realmente un tabú para nuestra sociedad capitalista occidental.
Podemos definir un tabú como una práctica o discurso moralmente inaceptable por una sociedad en particular, espacio político, cultural o religioso. Es la prohibición de lo considerado negativo o extraño, cuya ruptura es terriblemente castigada en algunas tradiciones culturales, mientras otros tabúes son más volátiles y responden a momentos históricos y políticos. De allí que se sostenga desde la historia y la antropología, que son el antecedente inmediato del sistema de leyes con el que se “imparte justicia” en nuestras sociedades organizadas por sistemas de distribución del poder político.
El tabú de envejecer es evidentemente mayor en las mujeres, la discriminación que pesa sobre el paso del tiempo y la apariencia en nosotras, las reglas que se imponen para vestir, para hablar o para trabajar, son cada vez más rígidas con el aumento de la edad. Simón de Beauvoir (1970/2016) decía que a los varones se les permitía envejecer, ya que socialmente no se les pide frescura, dulzura, ni gracia alguna; por el contrario, se les exigía virilidad e inteligencia y la vejez no contradice dichas cualidades. Esto es fácilmente observable en las películas comerciales, las mujeres de más de 30 años no pueden ocupar papeles principales de seducción, mientras que los hombres sí, porque “maduros” (y no viejos) son considerados “interesantes y atractivos”.
Pensemos en nuestras propias vivencias al cumplir 3 décadas de vida, la manera en que nos exige ser madres, tener pareja estable y heterosexual, formar familias monogámicas, entre otros mandatos. Desde el discurso social, en nuestras familias patriarcales, se considera síntomas de problemas psicológicos no realizar ninguna de las acciones anteriores. Si eres una treintañera y no estas casada te condenan con la palabra despectiva de “solterona”, porque ya estas fuera del mercado de mujeres atractivas para los varones. Pareciera que el reloj biológico social se acelera a partir de que las mujeres cumplimos 30 años. Incluso las revistas de moda gastan páginas enteras en hablar de los beneficios que supondría ser treintañera si sigues algunos “tips” para no aumentar de peso, conservar un cuerpo fibroso, conseguir pareja, entre otros “consejos” de especialistas de dudosa procedencia científica.
Mientras nos distraen y atormentan con este mandato de juventud eterna y el tabú del envejecimiento, olvidamos que el bienestar y la salud reales, se dirimen en otros escenarios. El contexto de opresión en el que vivimos las mujeres a diario, donde nuestra vida está en riesgo permanente de poder apagarse en manos de un feminicida, solo basta mirar las estadísticas de México o de Argentina[3] para aterrarse. Las violencias contra las mujeres son múltiples, desde la violencia física y simbólica, hasta la feminización de la pobreza, el racismo, la injusticia erótica; el escaso conocimiento de nuestros procesos corporales, de nuestra sexualidad, el control médico-farmacéutico de la sexualidad y del envejecimiento, entre otros problemas que afectan nuestro bienestar real. Debemos abrir los ojos urgentemente, no es el paso del tiempo lo que nos afecta sino su patologización, su desmerecimiento social y la discriminación permanente, así como la violencia simbólica y física por parte del capitalismo Heteropatriarcal.
Asique estimadas/os lectores/as, antes que perseguir estereotipos de bellezas inalcanzables, invertir tiempo, energía física y síquica en modelos de juventud inalcanzables, nos esmeremos en buscar nuestro propio camino de realización, que solo es posible de manera colectiva. Las mujeres y las sexualidades disidentes necesitamos agruparnos para desafiar esta sociedad sexista y desigual, que nos atormenta con modelos heteronormativos de amar, que nos controla a través del androcentrismo en todas las instituciones por las que transcurrimos. Luchar por nuestro derecho a ser diversos/as, orgullosos/as de nuestro cuerpo y sexualidad, bregar por una vida sin violencias e imposiciones normativas y combatiendo que el paso del tiempo sea considerado una patología.
Finalmente, el problema no es envejecer, no existe algo como una pérdida de belleza objetiva, sino fantasmas que se reproducen desde el sistema de mercado para plagar nuestra vida de insatisfacciones y consumos, para perseguir modelos de belleza insalubres y opresivos que sólo pueden condenarnos a la tristeza y a la pérdida de soberanía sobre nuestro cuerpo y goce. Por eso, más que temer a la vejez, debiéramos lamentar que distraernos en mandatos irrealizables, genere que llegado el momento donde paremos con la productividad constante a las que nos condena el sistema, nos miremos, nos enfrentemos al espejo, y descubramos que ya es tarde para hacer todo lo que te perdiste mientras penabas envejecer. Como dice Saramago y espero las mujeres podamos también algún día gritarlo: “Tengo los años que necesito para vivir libre y sin miedos. Para seguir sin temor por el sendero, pues llevo conmigo la experiencia adquirida y la fuerza de mis anhelos. ¿Qué cuantos años tengo? ¡Eso a quién le importa! Tengo los años necesarios para perder el miedo y hacer lo que quiero y siento”.
[1] El psicólogo Dan Kiley describió por vez primera la actitud “Peter Pan” como la actitud de negarse a crecer, madurar y asumir compromisos con la propia vida. Un deseo de niñez y juventud eterna.
[3] En Argentina, durante el año 2014 hubo 225 femicidios, un asesinato de mujer cada 39 horas. La cifra trepó en 2015 a 235; una muerte cada 37 horas. Y en el año 2016, los casos fueron 254. El vínculo entre el feminicida y la víctima es mayormente pareja o ex pareja. En 37 de las muertes participó algún familiar; en 31, alguien conocido, y sólo en 23 no hubo vínculo previo (Cifras de la Casa del Encuentro, ONG Argentina). La franja etaria de mayor vulnerabilidad se encuentra entre los 21 y 40 años, tanto para las víctimas (49%) como para los feminicidas (58%). En lo que va del año 2018, específicamente hablamos de sólo una semana, 57 mujeres fueron asesinadas por su condición de género.
En México la situación para las mujeres no es mejor. De acuerdo con informes del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi), del año 2000 al 2015 se cometieron 28 mil 710 feminicidios contra mujeres, es decir cinco por día. Las cifras reflejan un aumento de 85%, al pasar de mil 284 asesinatos ocurridos en el año 2000; a dos mil 383, en el año 2015. En 2015, la Secretaría de Gobernación (Segob), a través de la Comisión Nacional para Prevenir y Erradicar la Violencia contra las Mujeres (Conavim), emitió la declaratoria de Alerta de Violencia de Género (AVG) para 11 municipios del Estado de México: Chalco, Chimalhuacán, Cuautitlán Izcalli, Ecatepec de Morelos, Ixtapaluca, Naucalpan de Juárez, Nezahualcóyotl, Tlalnepantla de Baz, Toluca, Tultitlán y Valle de Chalco Solidaridad, los cuales concentran los mayores índices de violencia feminicida. Según esta misma dependencia, de enero de 2014 a septiembre de 2015 se registraron 504 asesinatos de mujeres y en 2016, 236 feminicidios. La coordinadora del Observatorio Mexiquense de Feminicidios, Desapariciones y Violencia de Género, Yuridia Hernández, dijo que documentaron 236 casos de feminicidio en 2016. A su vez, el procurador Alejandro Jaime Gómez Sánchez informó que del 1 de enero al 18 de noviembre del año pasado se registraron 61 casos de feminicidio en la entidad.
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Gabriela Bard Wigdor. Investigadora Asistente del Consejo Nacional de Investigación en Ciencia y Técnica de la Argentina (CONICET), Docente de la Facultad de Cs Sociales de la Universidad Nacional de Córdoba (UNC), Doctora en Estudios de Género, Magíster y Licenciada en Trabajo Social por la UNC. Militante feminista.
‘Juventud, ¡me vas a escuchar! – Ya sé que tienes la tendencia a irte sin decir nada – y yo, por mi parte, no te dejaré partir tan fácilmente y me aferraré a ti como una muerte sombría’.
‘Youth, listen to me! – I know you have a tendency to leave without saying anything – I for one won’t let you get away with it so easily and I’ll be hanging on to you like grim death’.
‘Según las encuestas, los especímenes humanos que somos no experimentaremos orgasmos en los últimos años, sino que comenzaremos a escribir blogs, a cuidar el jardín y a cocinar – ¿quién dijo?’
‘According to surveys we mature specimens of humanity won’t be experiencing orgasms in later years and we will need to start blogging, gardening or cooking – who said?!’
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Sue Williams (Nomorepink/Nomásrosa), nace en Cornwall pero vive en Gales, donde ha desarrollado su carrera. Con un reconocible cuerpo de obra y un historial de exposiciones en los 5 continentes, el trabajo de Sue es de un dibujo crudo, poderoso, desafiante y cargado que habla sobre la sexualización de la sociedad occidental, el feminismo, el género y la cultura de un mundo complejo y frágil.
En el video-performance Entre-telas, vemos el tiempo esculpido entre el cambio y la permanencia. En la sucesión de las imágenes vemos a la artista, su madre y sus dos hijas apareciendo en la pantalla a medida que el balance de la silla las avanza o las retrocede. Entran y salen de la pantalla. El momento. Implacable. En la pantalla aparecen fragmentos de cuerpos de frente uno al otro. El tiempo no es recto. Tenso entre la identificación, simetría, diferenciación, armonía. El ruido del movimiento de las sillas es el fondo de la forma producida por el encuentro en movimiento. Hay caos. Pero también hay cosmos. El vídeo se presenta en una instalación, delante del cual está colocada una mecedora estrechísima en la que nadie puede sentarse. Las mujeres de la imagen no caben en la silla en cuerpo real. Hay algo de inadecuación y de muerte. Pero también hay algo de desbordamiento y de supervivencia en las imágenes que entrelazan a las generaciones.
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Beth Moysés. Nace en Sao Paulo, Brasil, en 1960. Su poética autoral, ya sea a través del soporte fotográfico, vídeo, objeto, instalación, performance o dibujo, se enfoca en la situación real de la mujer y sus relaciones afectivas, especialmente las que se desarrollan en contextos de violencia. Activa desde 1990, en 2000 comienza a realizar performances públicas con colectivos de mujeres en diferentes partes del mundo.
Suzy Lake nació el año 1947 en Detroit, Michigan, USA. En 1968 emigra a Canadá a causa de la situación socio-política en Los Estados Unidos de los años 60.
Una de las primeras artistas en Canadá en adoptar tanto el performance como el video y la foto para explorar las políticas de género, el cuerpo y la identidad que ha influenciado generaciones de artistas y de público.
Lake aborda la relación entre las fuerxas sociales y la representación para revelar sus constreuctos culturales .“Ella comenzó a explorar la naturaleza de lo femenino y la identidad antes que Cindy Sherman se pusiera una peluca o dientes falsos (Kustanczy, 2015).” Sus comentarios políticos y sociales son a la vez poderosos y sutiles.
En el mundo hiperreal de las sociedades contemporáneas descrito por Jean Baudrillard, la gente vive con y en imágenes, espectáculos y signos que son más reales que la realidad. El sujeto contemporáneo existe en una esquizofrenia, fragmentado y perdido. Adictos al éxtasis de la comunicación, los sujetos en están demasiado próximos a la información e imágenes instantáneas en un mundo transparente y sobreexpuesto. Unx “se convierte en pantalla pura, en una superficie de absorción y re-absorción pura de las influyentes redes” (Kellner, 2007).
En la actualidad las redes sociales son tan predominantes que se han convertido en una parte importante de nuestras vidas. En este mundo la representación de las mujeres está dominada por la nueva tendencia a la apariencia construida individual y colectivamente a través de filtros y del encanto de los “likes” característicamente jóvenes, suaves y brillantes. Los verdaderos seres detrás de estas imágenes presentadas y representadas, y sus diferencias como individuas, se borran. No hay resistencia alguna ante esta hiper realidad, ni halo, ni aura.
Lake ha investigado cuestiones sobre la vejez, la belleza y los efectos de la moda y la cultura pop en las mujeres. Sus autorretratos son una postura de discreta resistencia ante la destrucción de la persona, desafiando la imagen fabricada por esta sociedad hiper realista. En estos retratos, Lake ocupa un espacio donde la vida se posiciona sólidamente con su total experiencia y canta decidida la riqueza y plenitud de la belleza saturada de vida.
Belleza a una distancia prudente /Cantando es un enorme tríptico que muestra acercamientos de la boca de Susy Lake mientras canta. La boca abierta, los labios rojos, las arrugas y el vello que la rodea desafía a quien la observa: “ ¿te atreves a mirarme sin sentirte abrumadx por la verdad, la belleza y la edad?”
Su obra reciente toma cada vez más un aire de serenidad, “un empoderamiento callado”, según sus propias palabras, en el que celebra el envejecimiento, la madurez y la experiencia. Esta obra da una voz a la resistencia.
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Zhou Yan ( Xi’an, China). Es curadora independiente, escritora sobre arte y literatura, traductora de poesía del inglés y el mandarín. Vive en Toronto, Canadá.
Sagrario Silva Vélez. (1966) Gestora, y promotora cultural, maestra, coreógrafa, bailarina, guionista y actriz chihuahuense. Congreso del Estado de Chihuahua, otorga el Reconocimiento en la categoría artística Aurora Reyes como Chihuahuense Destacada en marzo y Medalla Víctor Hugo Rascón Banda por Trayectoria Artística septiembre en 2017.
Nacho Guerrero. (1964) «Fotógrafo, intuye la luz, el escenario, capta la mirada, el sentimiento, visualiza las escenas con una simple ojeada, convierte a todos en modelos de su inspiración. Él recrea en corto tiempo lo que se hace eterno.» -Hector Jaramillo
La abuela se puso mal tres semanas después de que el veterinario saliera del cobertizo en el fondo del estacionamiento del edificio. Con cara compungida les explicó a los niños que había debido poner a dormir a Pepa porque la vieja perra padecía dolores indecibles por una enfermedad de los riñones y era muy malo hacerla sufrir después de que les había brindado tantas alegrías. El veterinario ponía cara de perro y aullaba, los niños lloraban, pero también se reían porque el hombre ladraba, gruñía, se daba vuelta panza arriba en el piso de cemento manchado de aceite quemado y cuando se levantaba arrastraba una pata para explicarles todos los males padecidos por la perra. Cuando la niña le preguntó si al despertar Pepa ya no sufriría, el veterinario bufó y se enredó al explicar que poner a dormir a una perra quería decir haberla puesto a dormir para siempre, en fin, haber tenido que sacrificarla.
Sin Pepa la casa era más ordenada y también muy triste. Nadie los recibía al volver de la escuela. La abuela llevó a la mesa una caja repleta de viejas fotos y les mostró todos los perros que había tenido a lo largo de su vida: Carambolo, un enorme mastín de cuando todavía vivía en el campo, la más agraciada Grisú, de colochos sal y pimienta, y Cami, Flora, Vite, Lola, Rudo y Arturo. Todos habían muerto antes que ella porque así es la vida. Un hombre tres caballos, un caballo tres perros. La niña más chica hizo un rápido cálculo tras preguntar si la vida de un hombre y la de una mujer se equivalían. Abuela, nunca te vi un caballo, pero tú ya tuviste nueve perros, así que te vas a morir pronto.
Cuando la madre volvió a casa, su hijo mayor le anunció que la abuela moriría porque se habían acabado los perros de su vida. La madre buscó los ojos de la hija mediana, ella le sostuvo la mirada y se encogió de hombros. ¡Qué ocurrencias, muchacho!, dijo la madre antes de encerrarse a terminar el trabajo que se había traído de la oficina.
El tiempo después de la muerte de Pepa se ordenó en secuencia consabida: escuela, clases de natación, cine los sábados, domingos en el parque con los amigos. Si sobraban horas, la niña jugaba con sus legos, la hija de en medio pedía permiso para realizar experimentos de química con su amiga del segundo piso y el grande leía. La madre los llevaba a la escuela, regresaba con bolsas de comida del mercado y durante la merienda siempre hablaba con su madre de los problemas que tenía en el trabajo. Eran muy concretos, la empresa se iba a ir al carajo. Siendo la contadora, entraba en la oficina del patrón, le mostraba las cuentas y el hombre salía al pasillo. Miraba uno a uno a sus operarios y sacudía la cabeza. Ya no le alcanza siquiera para cubrirnos el seguro; le decía a su madre. No lo queremos joder, es buena gente, pero ¿qué va a pasarnos si alguien tiene un accidente en el trabajo?
Cuando la máquina del troquelado de lata para los adornos de zapatos, bolsos y cinturones se trabó, el patrón no permitió que ninguno de los trabajadores la arreglara. Los reunió y dijo: Voy a vender, muchachos. Pasen mañana por su liquidación. La madre pasó cinco días sin regresar a casa ni siquiera a la hora de la cena. Trabajó de sol a sol para calcular cuánto le correspondía al que había moldeado arandelas durante 24 años, al mecánico que reproducía tornillos milimétricos, a la acuñadora de medallas de alpaca, a los bañadores de cromo y a sí misma que entró a trabajar a la fábrica saliendo de la universidad y había tenido al patrón como testigo de boda y a su esposa como acompañante en las horas de espera en el hospital cuando su marido murió atropellado por un trolebús en contravía. Adiós señor, le dijo sin atreverse a abrazarlo cuando cerraron la puerta del galerón. Al hombre le pagaron su vieja maquinaria a precio de hierro viejo y se quedó sin casa, sin auto y a los cuatro días tuvo que enfrentar el suicidio de su esposa. La mujer ya no quiso lidiar con la depresión y se tiró de la ventana del comedor. Los obreros del marido habían sido como los hijos que no pudo gestar. Se sabía la fecha del cumpleaños de cada uno de ellos e invariablemente les llevaba pasteles caseros, interrumpiendo la rutina del trabajo con media hora de algarabía. Había bautizado a un gran número de niños, pero no había preguntado por qué la contadora nunca le pidió ser su comadre. No todos son católicos en México, solía decir.
La madre, los niños, la abuela en efecto no profesaban religión alguna. No tenían memoria de rituales, sus emociones e invectivas no apelaban a ningún dios. No repintaban a la muerte con los colores de la esperanza ni pretendían separar lo verdadero de lo falso con una profesión de fe. Eran normales, sencillos, bastante justos en el trabajo, las compras y las relaciones con sus amigos. Fueron al funeral de la patrona y lloraron sinceramente sin arrodillarse, persignarse o suspirar por un futuro encuentro en un más allá improbable.
Cuando la abuela se enfermó de repente en la cocina tampoco pidieron que interviniera la buena voluntad de una fuerza espiritual. Llamaron a la ambulancia, maldijeron el tráfico porque se tardó cuarenta y cinco minutos en llegar y se angustiaron terriblemente al verla sacudir la cabeza contra el piso mientras su cuerpo saltaba cada veinte segundos, sacudido por unos espasmos que llegaron a percibir como muy dolorosos. Por un descuido del enfermero, los nietos y su hija subieron a la ambulancia. La sirena desplegada no les abría el paso, el tráfico prolongaba las sacudidas del cuerpo de la abuela. Un joven médico hizo a un lado al camillero. Amarró el brazo de la anciana a una barra de metal y le inyectó un sedante. Estoy durmiéndola, dijo sin esperarse que los niños se abalanzaran sobre él. No, gritaba la más chica, a mi abuela no le importa sufrir un poco. Suéltela, lo zarandeaba el mayor. La de en medio se abrazó al cuerpo de la vieja: No la toque, desgraciado asesino.
El joven doctor quien hacía su práctica de primeros auxilios en la ambulancia especuló que eran fanáticos de alguna secta contraria a la disciplina médica. Intentó explicarles que no le haría ninguna trasfusión de sangre, pensando que era testigos de Jehová o alguna cosa parecida. También les dijo que el sedante era para que no tuviera que tolerar dolores inútiles. A ella no le importa, gritó aún más fuerte la chica. Es que para ponerle una sonda debo sedarla. La madre intentó calmar a sus hijos. Tú dejaste que mataran a Pepa, no te dejaremos asesinar a la abuela. La perra, intentó decir la madre, pero el camillero había caído sobre los hombros de cada uno de los miembros de la familia con una inyección de diazepam.
Cuando el patrón llegó para sacarlos del hospital, la calma se había restablecido con dificultad. El viejo patrón era un hombre sencillo, de palabras pausadas, explicó que la familia era buena, que no iba a ser necesario llamar a las asistentes sociales y que la madre de los muchachos había cursado estudios universitarios. En el hospital los veían como bárbaros. El camillero al llegar culpó a la madre de haberse subido a la ambulancia sin permiso, la madre defendía a sus hijos de la acusación de golpes e insultos, los hijos gritaban que el médico intentaba dormir para siempre a su abuela para que no sufriera. La policía llegó para dilucidar si en el hospital regional se practicaba por culpa de ideas contrarias a dios y a la moral la eutanasia que el código civil prohibía enfáticamente. La enfermera del turno de la tarde imputaba a los neoevangélicos una obtusa propaganda anticientífica.
La abuela se restableció lentamente. El patrón iba a visitarla cada día, porque del hospital pidieron que la madre cuidara de sus peligrosos vástagos y que no se acercara a las instalaciones. De regreso de la escuela, los niños le exigían que pasara frente al nosocomio para ver la ventana tras la cual se celaba su cama. La cuenta de la hospitalización era impagable, vendieron lo que había en casa y de todas formas el hospital no soltó a la anciana que ya se sentía bien y deambulaba por los pasillos con ganas de volver a casa. El patrón la ayudó con lo poco que le quedaba, pero aun así no era suficiente. Una tarde traslúcida el veterinario pidió ver a la vieja. Tenía el pase para las visitas, era un amigo de familia. ¿Puedo llevarla a su casa?, preguntó. Es una morosa, señor; no puede salir de las instalaciones hospitalarias. El hombre entonces sacó del bolsillo unas jeringas enormes con un líquido azul y amenazó a las enfermeras sosteniendo que era veneno para dormir a los perros. Como asaltabancos, metieron las pocas pertenencias de la mujer en un bolso negro y huyeron por las escaleras. Nadie los persiguió.
Cuando bajaron del bus, miraron a diestra y siniestra por si alguien los había seguido. Dieron una vuelta por el barrio. Se detuvieron frente a una vitrina oscura para descifrar en el reflejo si estaban siendo espiados. Luego aullaron como perros bajo la ventana del cuarto de los niños que bajaron corriendo a la calle y abrazaron a su abuela. La madre y el veterinario intercambiaron una mirada cómplice.
Una vez instalados en la cocina, llegó el patrón. Había pasado por la perrera municipal y por una pastelería. Aquí está, dijo poniendo un largo strudel de manzanas en la mesa y jalando a una perrita negra y flaca de la correa. Está vacunada y esterilizada. Su abuela va a tener su décimo perro, porque la vida de una persona no depende de ningún dogma.
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Francesca Gargallo es una escritora, feminista y docente italiana que ha desarrollado su trabajo principalmente en México y el resto de América Latina desde 1979. Ha publicado su obra principalmente en español. Ella se define como historiadora de las ideas.
Estas entrevistas pertenecen al corpus de Transvase Territorial, proyecto que aborda desde la emigración y el exilio a la vejez. Mi obra comienza siempre desde mi propia posición en la vida, para desde ahÌ explorar colectivamente con otras mujeres y visibilizar nuestra situación en el mundo.
El que mujeres como Ana Victoria Jiménez y Eli Bartra me hablaran de su experiencia vital con respecto a la vejez, a su vejez, inició un proceso de diálogos entre nosotras sobre la realidad soslayada que se vive y que con esta revista continúo.
Abro el chat de mis amigas de toda la vida y veo el meme del día: “Como cuando no te alcanza para el gimnasio y el psicólogo a la vez y tienes que decidir entre levantarte el autoestima o el culo”. Diariamente recibo a través de WhatsApp al menos un chiste sobre el cuerpo y/o la mente de las mujeres, sobre el cuerpo de una mujer gorda, vieja, pobre o fea o bien sobre actitudes como el neurotismo, la incapacidad de decidir, la avaricia y la frivolidad femeninas. Y me pregunto, ¿de qué se ríen?.
No es que, como mujeres, nos tenga que molestar, pero ¿qué es lo que causa gracia e invita a compartirlo con otras mujeres, a darle difusión y visibilizar estos mensajes?. De hecho no creo que de verdad estén riendo, pero aún así lo comparten como una gracia. Para que algo cause gracia, además de ser relativamente cierto y, por tanto, generalizable, debe contener también un tabú o rechazo. Nos estamos riendo de nosotras mismas o de otras al dar validez a una generalización y, así mismo, nos estamos rechazando como mujeres reales. Lo real es lo que de verdad hay.
Mis amigas dan por hecho que la decisión entre invertir en levantar el culo o el autoestima es imposible de tomar. Podrían decir que, en ese momento de su vida, su autoestima está fuerte y que por eso eligen mejorar el culo y seguir invirtiendo en su imagen física, como de hecho hacen. O podrían admitir que no pueden dejar que se les caiga el culo, como es normal con la edad, porque su autoestima no lo resistiría. Pero no lo confiesan. La lucha por rejuvenecer debe disimularse.
“Ningún culo satisface sin suficiente autoestima”, les digo sin querer agredir ni sermonear, pero varias de ellas reaccionan inesperadamente. “Y con el culo caído se te cae el autoestima”, “tampoco demasiada autoestima que luego andan todas desaliñadas y descuidadas”, “lo dices porque no tienes un culo enorme”, se defienden. ¿Qué ganamos pagando el costo de parecer más jóvenes a través de cuerpos adelgazados, caras paralizadas sin arrugas y formas corporales ideales? ¿Y cuál es el precio?
Sin duda ganamos validación del contexto y con ello, una especie de poder que reside en someternos para obtener beneficios (económicos, morales y sociales) de los lineamientos a los que nos somentemos. Cedemos poder ser para obtener poder tener. No es un cambio justo ¿Nadie se da cuenta? ¿Dónde está nuestro entorno amoroso? ¿Por qué nuestras familias, amistades y parejas no nos dicen que no necesitamos someternos a una lucha contra nosotras mismas para salir adelante, para valer y ser amadas? Somos todos cómplices.
“Lo hago para sentirme mejor conmigo misma, para verme mejor” dicen mis amigas cuando sienten custionada su lucha por mantener una apariencia más joven que incluye ser más delgadas y con una piel y rasgos mejorados. Es verdad que cuando nos queremos cuidamos nuestra salud y procuramos una cierta imagen agradable para nosotras mismas. Sin embargo, las intervenciones estéticas que buscan prolongar la belleza de la juventud se basan, al contrario del auto-cuidado que brota de la auto-aceptación, en el auto-rechazo.
El auto-cuidado se distingue del auto-rechazo enmascarado como “sentirse bien con una misma” por que el auto-rechazo oculta a la persona en pro de fingir juventud. ¿Para sentirme bien conmigo misma es necesario verme más joven? Las intervenciones estéticas que tienen como finalidad rejuvenecer a la persona implican dejar de ver a la persona que envejece, convirtiendo el envejecimiento en un tabú.
¿Se puede tener demasiado amor por una misma? Mis amigas le temen a un autoestima elevado porque creen que les hará aceptarse viejas, gordas y feas, imperfectas. “Esa tiene que tener demasiada autoestima para atreverse a vivir así” ¡Pero somos cuarentonas! Para conservarnos como quiceañeras hay que gastar tres veces el tiempo, dinero y esfuerzo que tendría que invertir una adolescente. Y cuando tengamos cincuenta aún más. Es una carrera que se gana a la mala, es decir, agrediendo al cuerpo y dejándo de vernos Sí, dejando de reconocer en el espejo a la mujer somos, que envejece, a la mujer viva.
Un culo firme y una cara sin arrugas no atentan contra el amor propio en la medida en que lograrlo no implique una riesgosa búsqueda de ser quien no se es. Es decir, en la medida en que sigamos viendo y amando al ser vivo que envejece, el ser que somos. Si, por otro lado, al mirarnos solo vemos lo “perfectible” en el culo, la cara o en cualquier parte de nosotras mismas, entonces hemos caído desde la auto-aceptación y cuidado al auto-rechazo y negación de nosotras mismas.
Las cuarentonas debemos ser flacas y sexys, rejuvenecidas y poderosas, perfectas y amorosas, todo a la vez aunque estas mancuernas sean incompatibles. Estar por debajo de nuestro peso nos hace perder deseo y por tanto voluptuosidad, la búsqueda constante de la perfección va en contra de la aceptación de lo que hay y luego de poder crear a partir de lo que sí hay. La luchar contra el envejecimiento nos enfrenta contra nosotras misma y en ello abdicamos a nuestro poder de ser quien realmente somos y podemos ser.
El tabú del envejecimiento promueve tanto el adelgazamiento como el perfeccionamiento de los cuerpos, ya que a cierta edad, la unica forma de evitar la flacidez y el cambio de los rasgos físicos propios del envejecimiento, es adelgazando y combatiendo los signos de la edad. Al esconder el envejecimiento lo volvemos un tabú, algo que da risa en el chiste, pero que se convierte en un cimiento putrefacto para erigir encima la vanidad de personas que creen ser la del espejo, dejando de verse a sí mismas.
Una cultura que convierte la muerte y su signo más patente, el envejecer, en un tabú, es una cultura que desea paralizar la vida, que desea matar el impulso vital para hacerlo cosa y venderlo. Lo compraremos si hemos cedido nuestro poder, ese que nace de ver y aceptar lo que somos: vida que está muriendo. Las canas, los párpados caídos, las arrugas y la flacidez nos dicen que estamos aquí y ahora, que somos todo lo que hay, sin necesidad de consumir nada más que a una misma porque estar vivas-envejeciendo, es todo lo realmente necesario para poder ser lo que queramos.
Amigas cuarentonas, no tenemos nada que ocultar, nuestro envejecimiento no apesta, las mujeres no apestamos, no tenemos porque escondernos y dejarnos podrir. Vernos envejecer nos da la sabiduría, el poder y el amor hacia nosotras mismas que la búsqueda de la juventud nos quiere arrebatar. ¿Qué ganaríamos sacrificando todo esto? Nada, literalmente. Renunciar a envejecer es renunciar a nuestro poder. Ceder el poder de crear lo que somos a cambio del poder de tener -status, cosas, parejas, aceptación externa- nos pone es un estado de precariedad, de absoluta necesidad y carencia, nos vacía.
¿Se han imaginado como habría sido nuestra experiencia si en la juventud hubieramos gozado de la seguridad que tenemos ahora? Entonces sí que habríamos valorado nuestro cuerpo de ese entonces sin tanto complejo. Paradójicamente, rejuvenecer y prefeccionar un cuerpo de cuarenta evaporara la seguridad y el autoestima con las que quisieramos haber disfrutado ese cuerpo juvenil. Parece una mala broma de la vida, pero tiene su sentido.
Alrededor de los cuarenta, tenemos la oportunidad única de ver al cuerpo tal cual es, es patente que el cuerpo es un ser vivo que, por lo tanto, está muriendo. Vemos ese cuerpo que somos con mayor claridad que nunca porque podemos observar su innegable mortalidad. Absolutamente todo lo que está viviendo está así, muriendo. Vivir implica inherentemente consumirse, un ir siendo porque va dejando de ser. Nuestros cuerpos envejecen en todo momento y eso es la más hermosa y fascinante prueba de su poderosa vitalidad.
Envejecer no es un vestido, es la imagen de quienes realmente somos, seres vivos muriendo y por tanto vulnerables. Podemos vernos a nosotras mismas a los ojos cuando podemos ver mi propia mortalidad y abrazarla para celebrar nuestra vida, que es movimiento. Así nos damos cuenta de que cada decisión es una balanza delicada entre crear y descartar, de que los procesos hay que vivirlos como lo único que hay porque no existe un lugar al que llegar, no existe el ideal y si dejamos de movernos, para prolongar la juventud, estamos muertas en vida, ese es el precio.
Amigas, vernos al espejo todos los días, envejeciendo, nos ayuda a mantener despierta la conciencia de nuestra vulnerabilidad o, como diría Heiddegger, la conciencia de muerte que abre todas las posibilidades. Además de que la conciencia de estar vivas-muriendo nos hace palpable el hecho de que mientras estemos vivas todo es posible, nos hace poderosas, esta conciencia de vulnerabilidad nos permite vernos como algo sensible hacia lo cual hemos de ser generosas y gentiles. De ahí se nutre el autoestima, al sabernos vulnerables sentimos la necesidad de cuidarnos, de nutrirnos, de ser amables con nosotras mismas, de aceptarnos y tratarnos con respeto y amor.
Al desgastarnos por cubrir las evidencias del envejecimiento que evidencia el hecho de que estamos pasmosamente vivas, comenzamos a sospechar del proceso de envejecer, de estar vivas y del poder que deviene de estarlo. Comenzaremos a ver el envejecimiento como algo asqueroso y maloliente, como algo podrido que debe ser escondido. Comenzaremos a rechazarlo, a rechazarnos como personas en proceso. Si hacemos que el espejo nos devuelva una imagen de una mujer joven que no somos, nos perderemos y perdernos significa abdicar. Vernos envejecer es aceptar el poder innegable que hay en estar vivas.
Queridas amigas, ningún poder que venga de lo que no somos merece que nos aniquilemos y cedamos el poder que deviene de sabernos vivas, envejeciendo y en proceso. Aún si esto nos gana un estilo de vida opulente o seguro porque al final del día, el rechazo a nosotras mismas cavará cada día más hondo y se convertirá en la más dolorosa insatisfacción imposible de saciar. Entre más evitemos vernos como lo que somos, seres vivos, en proceso, que envejecemos, más rechazamos nuestro poder de crearnos a partir de lo que si hay y más nos sacrificamos por un ideal.
Lo ideal puede ser motivador mientras no usurpe el centro de lo que somos. El ideal no debe ser encarnado por nuestros cuerpos porque un ideal es lo que no somos. En nuestro centro siempre debe estar lo que sí somos, un ser vivo en proceso de morir, un ser con posibilidades. Vernos y aceptarnos así, tal como somos, envejeciendo, es la única forma de amarnos y de poder amar, de valorarnos y de poder valorar, de encontrar lo que podemos ser y acompañar a otros a encontrar lo que pueden ser sin castrarles. No hay otro camino a la plenitud que el de seguir lo que nosotras mismas somos.
¿Por qué procuramos prepetuar el tabú del envejecimiento viralizándolo? Además de los beneficios canjeados por el poder que cedemos en la búsqueda de una apriencia más joven, las mujeres hemos fincado demasiado sobre esta negación. Tememos perder la imagen que refleja el espejo porque la hemos reforzado tanto que no confiamos en que exista alguien que no sea esa imagen más o menos ideal. Por eso nos mentimos diciendo que luchamos contra la vejez para sentirnos mejor, porque no nos reconocemos en lo presente. De ea forma, estamos perdidas en la casa de los espejos.
Perdernos es querer sentirnos mejor con nosostras mismas, luchando por ser las que ya no somos. Mientras las mujeres queramos reconocernos y valorarnos en lo que ya no somos, nuestro empoderamiento no será real. Por eso, entre amigas, dejemos de alabar nuestra imagen en relación a un ideal y comencemos a reflejarnos más allás de nuestra belleza idealizada. Recordémonos lo que realmente vemos unas en las otras, el poder que emana de nuestro estar vivas y en proceso. Son otras mujeres quienes me nos hacen descubrir quienes somos y nuestro valor. Entre nosotras podemos empujarnos para lorgrar reconocernos en el proceso de envejecer, es decir, en la vida y no en la negación de ésta. ¡Vivas nos queremos! En el más amplio de los sentidos.
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Paola Nayeli Villa Rosado. Mujer de 42 años, en proceso, madre, pareja, amiga, familiar, compañera de otras mujeres en procesos. Comunicóloga y humanista. He trabajado como catedrática de filosofía y ética en la Universidad Iberoamericana Puebla, México durante 5 años y posteriormente como gestora de proyectos de voluntariado ciudadano y corporativo en la fundación Hazloposible en Madrid, España durante 7 años.
Soy parte de la naturaleza y el agua es el elemento que me interesa. El océano conecta todos los continentes del mundo. En esta foto estoy conectada con mi elemento favorite, el agua, en el Océano Ártico. La foto es de Anita Hillestadt.
Inari Virmakoski. Finlandia. He trabajado como artista del performance alrededor del mundo, en África, Asia, Europa, USA, South America, Rusia y Mexico durante los últimos 23 años.