Por Sara Neria Ordaz
Los primeros días de febrero de 2013 sentí el cuerpo diferente. No tenía duda, estaba embarazada. Un par de semanas después un análisis clínico lo confirmó y, como es habitual, comencé la búsqueda de un médico con quién atenderme durante el embarazo. En ese momento no reflexioné respecto a la decisión, es normal que una mujer embarazada busque apoyo médico, sin embargo a la distancia me parece importante la interrogación del hecho, dado que el embarazo como bien sabemos es un proceso fisiológico y propio de toda mujer, es decir, la naturaleza de nuestro organismo se hace cargo del proceso de principio a fin, entonces ¿por qué se ha naturalizado la intervención del médico? Es evidente que el papel de la medicina es fundamental para el propio desarrollo de la sociedad, no es posible negar que gracias a los avances científicos y tecnológicos en torno a la medicina, se salvan vidas y que en el caso de la obstetricia se aumentan las posibilidades de nacimientos de niñas y niños sanos cuando hay problemas durante el embarazo, evitando también la mortalidad materna, pero en mi caso, como en el de la mayoría de las mujeres con quienes conviví en las salas de espera para consulta y estudios, no era ese.
¿Entonces porqué acudir al médico? Creo que la respuesta es: por prevención. Desde mi perspectiva, la prevención es un eje fundamental en el ejercicio de la medicina contemporánea y no tocar a sus puertas puede provocar ser tachada de irresponsable, más aún cuando de un embarazo se trata, porque todo el cuerpo social se adjudica el derecho de opinar por el bien del futuro hijo o hija, descalificando la capacidad de las mujeres y sus cuerpos para hacerse cargo, dando por sentado que no tenemos la capacidad racional y emocional para llevar nuestro embarazos de forma apropiada y autónoma. Por eso creo que acudimos al médico, aún sin tener síntomas ajenos a los del propio embarazo (sueño, nauseas, gripes, etc.)
Inicié la búsqueda de una homeópata, suponiendo que encontraría un acompañamiento distinto al de la medicina alópata. Sin embargo, desde la primera cita inició el permanente discurso del riesgo y la prevención, que se mantuvo durante los siguientes ocho meses, e instaló una especie de angustia y temor por la salud de mi bebé. Recuerdo que la médico me dijo que por las fechas que le daba respecto a la última menstruación, era casi seguro que no hubiera embrión, sólo un saco embrional y me dio una orden para un ultrasonido transvaginal. Si se confirmaba la ausencia de embrión, tendría que hacerme un legrado para retirar el saco.
No diré que me sentí mal, pero sí agredida por la seguridad del diagnóstico sin estudio previo y el nulo tacto para decir algo así. Ante la noticia de tal posibilidad, mi madre sabiamente dijo: “qué estudio ni que ocho cuartos, dale tiempo al tiempo, espera y verás que todo está bien, déjate de estudios” y con esas palabras también inició un acompañamiento entre mujeres, mismo que se enriqueció entre charlas coloquiales e intercambios de experiencia con otras madres, que por cierto fueron muchísimo más certeras y cálidas en sus diagnósticos y consejos que los y las expertas, sobre todo por la gran capacidad y sensibilidad que tuvieron todas ellas para calmar mi angustia. No está de más decir que como estrategia, considero que una embarazada debiera siempre hacerse acompañar por otras mujeres que ya han vivido la experiencia del embarazo y maternidad.
El estudio finalmente reveló que había un embrión de aproximadamente 5 semanas de gestación, tras lo cual la médico del Instituto Nacional de Homeopatía decidió que debía usar progesterona, no por algún síntoma en específico, si no por si las dudas ¿dudas de qué? Como es común, no hubo mayor explicación o información respecto a lo recetado, quizá los médicos consideren que ante sus decisiones profesionales no debe cuestionárseles, finalmente el saber médico los faculta para decidir sobre el cuerpo de esos otros que debemos ser los pacientes, lo que también reafirma, desde mi perspectiva, la enajenación del propio cuerpo, porque aunque los reglamentos de los hospitales indiquen que el médico debe dar explicación al paciente sobre los padecimientos, tratamientos y sus consecuencias, sabemos que esto no ocurre y aunque haya excepciones, el lenguaje técnico del médico también se vuelve una barrera, incluso reflejado en la escritura de las incomprensibles recetas.
Entonces decidí que no usaría la progesterona ¿por qué? Primero porque consideré que sin tener por lo menos un síntoma de alerta, era innecesario y después porque asumí que el embarazo es un proceso que implica un posicionamiento de género y que entregarlo a las decisiones médicas, es ceder en el territorio de los derechos, de lo que es propio y corresponde a las mujeres y con ello me refiero a que hay límites de comprensión por la simple diferencia biológica, así como las mujeres estamos imposibilitadas para sentir un dolor de testículo y jamás tendremos referencia de ello, un hombre vive en la imposibilidad de vivir la experiencia de la menstruación o el embarazo, porque son propios del otro sexo, así es que considero que un médico, sobre todo hombre, debería manejarse con respeto ante un proceso que, de entrada, le representa cierto límite de comprensión física. Aunque la petición de respeto no es exclusiva para los médicos hombres, pues aunque fui atendida por varias mujeres, su actitud no era menos insensible e indiferente, se imponía la profesión al género.
No obstante mi decisión, opté por mantener un espacio médico de revisión, con la intención de no ser negligente conmigo y mi bebé. Acudí entonces al Instituto Nacional de Perinatología, donde fui admitida dados mis 36 años de edad o lo que los especialistas consideran ser una “mujer añosa”, condición que determina un “embarazo de alto riesgo”. Nuevamente salí alarmada de la primera consulta porque me recetaron 5 medicamentos preventivos: aspirina para preeclampsia, progesterona, un multivitamínico, ácido fólico y ranitidina para las posibles agruras después de tanto medicamento. Enojada pero segura de ser yo quien decidiría respecto a seguir o no las disposiciones médicas, opté por el multivitamínico y una amplia documentación respecto a las etapas que íbamos viviendo mi bebe y yo, opté por escuchar al cuerpo, por profundizar en lo que sentía y observaba, por reflexionar; lo que en conjunto produjo en mí una sensación de bienestar, no he vivido jamás una etapa tan placentera respecto a mi cuerpo y de empoderamiento como mujer ante el cuerpo social.
No daré pormenores de lo que fue el recorrido entre consultas y estudios porque podría resultar tedioso. Solo mencionaré dos eventos por considerarlos característicos y porque ejemplifican claramente lo que me parece alarmante.
Hoy es común realizar en el primer trimestre de embarazo un ultrasonido estructural para determinar la salud del bebé, mismo que me realicé con resultado satisfactorio: mi bebé estaba bien, pero la médico me comentó que si yo quería mayor certeza podía pedir un análisis de líquido amniótico, así sabríamos a ciencia cierta si el bebé no tenía algún problema. Para ello, debía firmar un documento donde se dejara al médico sin responsabilidad alguna, porque el estudio implicaba un alto porcentaje de riesgo de aborto. Obviamente me negué y molesté, porque entendí que cuando los procedimientos médicos no implican riesgo debemos obedecerlos al pie de la letra, sin duda o explicación mediante y su omisión implicaría irresponsabilidad de nuestra parte; pero cuando el procedimiento implica alto riesgo, debemos asumirlo nosotros como pacientes, dejando sin responsabilidad alguna al médico. Así, en ambos casos, estamos en desventaja; me resulta paradójico porque no hablamos de un objeto ajeno, sino de nuestros cuerpos, cuya responsabilidad es siempre nuestra, incluidas las decisiones, pero al entrar a un consultorio pareciera que el médico se apropia de nuestro cuerpo y efectivamente lo vuelve objeto, enajenándonos de lo que decide sobre él, o sea de lo decide sobre nosotras.
Respecto al segundo ejemplo describiré otro procedimiento: como parte de las revisiones de rutina se mide el diámetro del cérvix, una apertura anatómica que se dilata al momento del parto para facilitar la salida del bebé, cuyo diámetro es variado aunque existen ciertos estándares. Pues bien, mi cérvix en el octavo mes de embarazo estaba, según el médico que me hizo el estudio, con una medida de riesgo y había que aumentar la cantidad de progesterona (misma que como ya he dicho, no estaba administrándome). Opté por no dar explicaciones al respecto y en cada revisión (que por cierto hacía un médico diferente siempre), las medidas de mi cérvix variaban, a veces más amplio, a veces menos, pero invariablemente me decían que iba bien con la progesterona. En la última revisión pregunté al médico si no era posible que variara el tamaño del cérvix, según la estatura y complexión de cada mujer, siendo normal que el mío estuviera un poco más dilatado, a lo que tuvo a bien responder que en realidad, el estudio daba resultados no tan precisos y que cada médico podía dar medidas distintas, pero que en mi caso el uso adecuado de la progesterona había prevenido cualquier problemita ¡¡¿Qué??!! Salí de ahí convencida de que mi decisión de no administrarme la progesterona había sido lo más adecuado y me sorprendió que el especialista pudier dar semejante respuesta.
Finalmente, con 35 semanas de embarazo, en la última revisión (donde a esas alturas no esperaba que me propusieran un parto natural), el médico que me atendía sentenció que si para la semana 39 no había indicios de contracciones, él indicaría la cesárea o aceleraría el parto por medio de oxitocina, porque a él no le gustaba que los embarazos pasaran de la semana 39. Quiero pensar que en realidad tenía razones médicas para tal decisión y que no sólo se trataba de un gusto personal, pero obviamente no opté por quedarme a averiguarlo. Anticipadamente busqué y encontré un espacio para el nacimiento de mi hija, pero eso corresponde a otro relato.
Y, bueno, ante la arbitrariedad ¿por qué decidí permanecer bajo revisión médica cuando tanta desconfianza me provoca? Respondo lo siguiente: me parece que teniendo los avances científicos de hoy en día, sería absurdo no acceder a ellos habiendo posibilidades. En la ciudad tenemos servicios que ciertamente anhelan en otras regiones del país, en donde es lamentable que haya casos de mortalidad materna e infantil, por partos mal atendidos o no atendidos a falta de médicos, hospitales e instrumental básico, pero habría que contextualizar, reflexionar y dimensionar al respecto. No es lo mismo una valoración médica del embarazo para conocer la salud del bebé y la madre e intervenir en caso de ser necesario, que asumir el embarazo como un proceso de riesgo materno-infantil y sin signos o síntomas de alarma, prevenir cualquier situación que el médico piense que pueda ocurrir, porque de por medio se establece un mecanismo de control que refuerza de manera importante el discurso patriarcal, que ahora se desliza a la figura del médico; sin dejar de lado la cuantiosa ganancia que generan los tratamientos preventivos para la industria farmacéutica.
Concluyo comentando que pese a mi diagnóstico de embarazo de alto riesgo y a la omisión de los medicamentos que por prevención debía tomar, me mantuve nadando hasta el octavo mes de embarazo, actividad que suspendí por precaución ante la cercanía del parto, pero que me mantuvo en un perfecto estado de salud física y emocional; realicé todas las actividades que me hacían sentir plena, lo que incluyó bailar y acudir a una que otra marcha como corresponde a una activista.
Hoy mi hija rebasa los dos años de edad, es saludable, hermosa e inquieta. ¿Que si hubo riesgos? Por supuesto, primero por las propias disposiciones médicas, después porque el riesgo es algo constante y permanente en nuestra condición de seres vivientes, no solo en el caso de embarazo, pero creo que ver el riesgo como una oportunidad y no como posibilidad de control vale la pena para así poder decidir sobre nuestros cuerpos y embarazos aunque nos digan necias e irracionales. Porque algo es cierto: lo emocional juega un papel fundamental durante el embarazo, nuestra sensibilidad es una herramienta de autocuidado y protección de nuestros bebés, lo que no se contrapone con lo racional, por el contrario, se complementa. Creo que para escuchar al propio cuerpo, para volver a él, es necesario restarle valor a la palabra del médico, ubicarlo como un apoyo junto con el cuerpo social, que debería ser acompañante de nuestro embarazos, pero con base en el respeto más que con la permanente insistencia del control y dirección de lo que nos es propio, sin imponer procedimientos violentos como las cesáreas, cuyo número es alarmante en el país, contraviniendo incluso sugerencias de organismos internacionales, y en el mismo tenor se encuentran otros procedimiento de rutina como la episiotomía (corte quirúrgico del periné al ano), el rasurado del área genital o la anestesia, a los que, sin ser necesario, se somete a las mujeres que llegan a los hospitales ya en trabajo de parto.
Pareciera ocioso hacer énfasis en lo anterior, pero a nivel psico-emocional es sumamente importante, porque el impacto que generan los procedimientos, el instrumental médico, la amenaza de posible cesárea, establecen un ambiente poco propicio para un momento en el que las mujeres tenemos una sensibilidad excepcional y debemos conectarnos con nuestro bebés para crear juntas y juntos el extraordinario evento del nacimiento. Que se requiere del apoyo de otras y otros es cierto, definitivamente, pero como siempre, la cualidad y calidad del acompañamiento requiere de un vínculo afectivo que genere confianza y seguridad, no de procedimientos de rutina que cosifiquen el cuerpo de la madre y el bebé.
Lamentablemente el embarazo es objeto de control del cuerpo de las mujeres y por lo tanto un ejercicio de violencia naturalizado culturalmente, que se ejerce inconscientemente como tantos otros mecanismos de control y que consolidan la estructura social cotidiana, que reproducimos sin reflexionar en su sentido y objetivos.