Leones Toro
Tenía doce años cuándo sólo hacía falta un roce apresurado para erigir un poste de chicha en mi entrepierna. Como no eran más de dos sobadas las necesarias para llegar a la eyaculación, me di a la tarea de practicar todas las tardes la masturbación hasta dominarla. Aquel día desafortunado había tomado un autobús; en medio de la apretada población me había tocado sentado junto a un hombre de pantalones entallados que hacían resaltar un bulto sólido… en mi púber y precoz imaginación ya escuchaba tronar sus venas hinchadas al elevarse.
Fue así que, urgido como maíz palomero abrazado a microondas, llegué a casa y fui directo a mi habitación, en donde encontraría papel higiénico y una lustrosa vista a la calle llena de peatones que funcionarían como pretexto para empezar a tocarme y hacerme palomita.
Desde mi ventana también alcazaba a ver mi patio y el de mis vecinos, primero observé a la sirvienta de mamá arrojando bolsas de basura a la calle (sus caderas inclinadas desaparecieron la flacidez de mi verga). Después detuve la mirada en un rechoncho vestido de blanco que fumaba recargado en un poste, y, apretando las nalgas, parecía invitarme a vaciarme en él.
En el patio de junto estaba el hijo de los vecinos portando el mismo uniforme de secundaria que yo, algo raro, pues nunca lo había visto en la escuela. Él había tomado un martillo para comenzar a golpear a las arañas pegadas en la pared mientras yo miraba su boca jadeante. Imaginé su lengua salida en mi miembro lampiño. Aunque él había vuelto a entrar a su casa, yo seguía pensando en él, pues estaba a punto de venirme.
Segundos antes de mi eyaculación, mi vecino uniformado volvió a salir, pero esta vez sosteniendo a su hermano pequeño del cuello, a quien le propinó incontables martillazos a la par de mi orgasmo. La sangre salpicaba la pared a la misma velocidad que mi semen salpicaba el piso.
El martillo
Después de ese día todo se volvió borroso, sólo recuerdo nuestra mudanza y un constante acoso por parte de la policía federal. Ellos habían recibido órdenes para desalojarnos por parte del padre de mi vecino asesino pues, convenientemente, en ese entonces era participante activo de la clase política del país.
Luego entendí que bajo sus influencias logró encubrir la escena que marcó el resto de mi vida. Desde aquel hecho, mi sexualidad era una conjunción en un poema. A los 15 años, cuando pretendí tener mi primera relación sexual, me vi atrapado por el recuerdo de la sangre, no lograba tener una erección pues sólo sudaba frío. Intenté pensar en la sirvienta, en el enfermero, pero siempre llegué como perdido en círculos al mismo charco de sangre.
Hasta que pensé en el martillo.
Imaginar la herramienta me llevó al desdoblamiento de mi carne, e imitando el movimiento de un pez, me excité sobre el cuerpo de mi amante. Más tarde ese día, me di cuenta que había descubierto el punto de fuga en el cuadro de mi erotización. Saqué dos martillos de la caja de herramientas y los bañé en alcohol para dejarlos estériles y lubricados.
Mientras metía uno en mi ano, con el otro daba pequeños golpecitos en la cabecera de la cama. Para entonces mi pene estaba tan hinchado que sobresalía un color rojo de él, ese tono casi amoratado llegó a mis pezones, al espesor de mi barba, alcanzó mis nalgas, los brazos, partió mis testículos y erizó los vellos de mis orejas.
Todo terminó en una salpicadura de tremendo poder que alisó el yeso que colgaba como gotas de mi techo.
El mata cabezas
En mi novata adultez, siendo estudiante de arte, salía de clase para abrir las calles con mi pavoneada imprudencia; caminaba erguido como sosteniendo el peso de las alas que usa el libertinaje para volar. Coqueteaba con algunos y a veces con ellas también, pero sólo le fui fiel a mi fetiche de ferretería. Para ese entonces, era del martillo donde brotaba el único placer que conocía, y a pesar de mi promiscuidad logré entablar relaciones en las que podía confiar lo excitante que me parecía el mango de un mazo.
A partir de la descripción a detalle de un martillo galponero, comenzaba a narrar la devoción por el objeto rompiendo el estupor de mis amantes con un martillazo en el piso, lograba que me metieran la cara redonda de una de mis herramientas, hacía que lo utilizaran para golpear mi pene mientras me masturbaban.
Una noche mientras tuiteaba, me sorprendí al leer en la lista de trending topic la frase “El mata cabezas”, en cuyo contenido había un ruido social preocupado a causa de un nuevo asesino serial. La gente indignada escribía sobre un hombre que estaba acechando a la ciudad con un martillo: los sorprendía por detrás haciéndoles estallar el cráneo con golpes iracundos llenos de maldad. Sentí en sus acciones violentas un vínculo con mis acciones perversas. Aunque pensé en no hacerlo, terminé eyaculando pensando en el mata cabezas.
Rumor negro
Al siguiente día fui a una ferretería del centro y me di a la tarea de buscar un martillo nuevo para mi colección. Toqué con religiosidad los martillos de bola, los de nylon, aquellos de uña larga para geólogos; siempre guiándome por el ancho de mi ano para ir descartando.
Junto a mi había un hombre de mi edad. Mi mirada quedó fija en él a causa de un aire, qué digo aire, ¡de una ráfaga de familiaridad¡. Su nariz estaba pegada al mango embarnizado de un martillo de cota, parecía olerlo como revisando su edad, lo tocaba aún con más precisión que yo.
A salir de la tienda, lo seguí hasta el anochecer. Llegó al primer cuadro de la ciudad hasta el callejón Rumor negro. Este lugar no me desconoció, pues es famoso por encuentros sexuales públicos y al aire libre, se usa como punto de encuentro para comprar piedra y es negro. Negro como mi carne caliente y oxidada, negro como mi ano usado y quemado.
Aquel hombre se calentaba las barbas chupando el chocho de una darketa; yo aproveché para destaparme el culo con unas metiditas de dedo. Cuando terminó, continuó caminando por las calles más sosas, lo seguí esta vez sabiendo para qué lo hacía. Quería tenerlo en mi cama con su martillo nuevo.
Al final de la calle vi con el filtro de una pesadilla, cómo azotaba la cabeza de una mujer con la punta metálica de su mazo mata cabezas. Ahí, en medio de la noche, confirmé quién era.
Lo alcancé y lo atrapé de la espalda. Aunque esperaba una reacción, no encontré nada más que mi reflejo en un aparador. En aquella refracción vi el diagnóstico de personalidades múltiples que me saludaba de nuevo.
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Leones Toro es un anagrama de mi nombre con el que reafirmo mi teatralidad, soy artista plástico de profesión y escritor por vocación. Actualmente soy profesional independiente y emprendedor en el área de arte y diseño y escribo para coc4ine y demás publicaciones independientes.
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