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Ilustración: Mujeres grabando resistencias
Por Viviana Cabellos de Cuervo
La cúpula negra del cielo era como un campo magnético. Una fuerza inusual se apoderaba de mí, el viento ondeaba mis cabellos y los hacía crecer. Yo sentía el cosquilleo en mi cráneo y mi cabello se ennegrecía y se retorcía como las serpientes. Todo eso era muy raro, pero me resultaba placentero. Es algo que últimamente me había estado sucediendo cada que salía de casa ya muy entrada la noche.
Seguí caminando a paso firme, pero con tal ligereza que apenas puede darme cuenta de que mis pies habían desaparecido. Flotaba, sí, en contra del viento. Hubiera querido volar hasta donde tenía que ir, pero son tiempos modernos, y mi sentido de la civilización, castrante como es, me hizo tomar el metrobus. Así de mundano, nada especial.
Me planté en el andén, nadie había notado mi presencia y eso era bueno. Después de unos minutos percibí un olor tan fétido, que me era imposible ignorarlo. Empecé a sentir náuseas y un dolor en las entrañas, como si mis vísceras empezaran a comerse unas a otras. Con la mandíbula apretada, y un coraje que no me explico, comencé a voltear para saber de dónde provenía la peste: humo verde salía de los ojos de un anciano, y lo dirigía todo hacia una mujer morena con unas zapatillas que la hacían ver muy alta.
Las náuseas continuaban y de pronto me crujió la espalda, sentí como si los omóplatos se me encajaran en la piel y luego se salieran. Noté que la gente empezaba a mirarme: los ojos se me entornaron y las venas de mi cuello parecían asfixiarme. No entendía por qué, pero los veía a todos tan lejanos y tan pequeños, que por un momento pensé que me estaba elevando. De cualquier modo, no presté atención al hecho. El malestar era demasiado grande, un remolino se azotaba en mi garganta y justo cuando pensé que iba a vomitar salió de mi boca una voz potente que casi no reconocí:
—Cuida tus ojos, anciano putrefacto. —Me miró con un gesto tan compasivo que me llenó de rabia.
—No te escucho— dijo, haciendo alarde de su edad avanzada para causar lástima y hacerme quedar como una insolente. Mi espalda seguía tensándose. Recuerdo pronunciar palabras aterradoras, resonaban en el viento. Los pulmones estaban llenos de aire, y vibraban. Era un momento frío, suspendido en el tiempo, en el espacio. Yo flotaba y los demás giraban en torno mío, aterrados.
Ráfagas seguían saliendo de mi boca, espuma, gusanos y un sinfín de alimañas, que azotaban al anciano de un lado a otro del andén. Los cristales reventaron, el anciano sangraba en el suelo, su cabeza estaba rota, los ojos fuera de órbita.
Tiempo después, tuve la sensación de sentir de nuevo el suelo con mis plantas, el sonido de los cristales rotos me regresó a la realidad. El viento cesó y el mundo dejó de girar. Por fin llegó el metrobus y lo abordé. La mujer morena de zapatillas de aguja me miró desconcertada y sonrió.
A la mañana siguiente, desperté en mi cama. Aún me dolía la espalda, me ardía como si alguien se hubiera puesto a jugar gato con un cúter en mi espalda. Había plumas negras, como de cuervo entre las sabanas.