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por Helena R. Tripp
Yo nunca antes le había prestado atención a mi menstruación y cuando digo nunca eso es exactamente lo que quiero decir: nunca. Le hice tan nulo caso que la primera vez que me vino a los 9 años le dije a mi mamá: ya sangré; después subí a encerrarme a mi cuarto de juegos. Cuando, a las horas de haber dado mi comunicado, bajé por agua a la cocina, mi mamá me detuvo a mitad de la escalera que ya ascendía para seguir con la música a todo volumen y con mi baile, y me dijo: ¿te sientes bien? ¿no te duele nada? Con toda tranquilidad respondí que todo estaba bien y regresé a mi mundo.
Tenerme a mi como hija no ha ser cosa fácil, estoy muy segura de ello, si yo misma no me entiendo, no entiendo de dónde provine; si para mí escapa a mi propia comprensión cómo es que yo terminé siendo yo; ¿cómo no ha de resultarle extraño a esa mujer preguntarse cómo es que de ella pude salir yo?
La maternidad a mi criterio se le presenta como una cosa escalofriante, digna de ser temida y, por mero reconocimiento a su temeridad, es la única institución social a la cual mi sentido de respeto se niega a penetrar. Por eso cuando vislumbré la posibilidad de ser madre, me paralice por el ataque de angustia y pánico que me inundo de solo pensarlo.
Soy una mujer de 24 años que por primera vez en su vida temió estar embarazada. El temor fue tan grande que por un momento, presa de la contrariedad, me juré a mi misma que sería la última vez que me encontraría en tal situación. Antes incluso de que la tranquilidad mental me llegara junto a la descarga de un torrente sanguíneo que anunciaba que ninguno de mis óvulos había sido fecundado, sabía que no iba a cumplir esa promesa. Me gustan los hombres, me gustó saber y sentir un pene dentro de mí. Los penes entran más dentro que los dedos de una mujer, incluso los dedos de los hombres entran más dentro de mí que los dedos de una mujer. Eso no quiere decir que me hayan dejado de gustar las mujeres, pues todavía no encuentro un placer que sustituya – ni creo nunca encontrarlo – la belleza que provoca la imagen de dos pechos desnudos, redondos y firmes.
Creo que precisamente eso es la bisexualidad, la oportunidad de poder experimentar gusto, placer y satisfacción por el cuerpo del otro, sin importar si éste es el sinónimo o el antónimo del tuyo. Un cuerpo es un cuerpo y cuando se le ve con detenimiento es imposible no sentir algún grado de excitación por él.
Mi bisexualidad fue descubierta hace poco más de un mes cuando me acosté por primera vez con un hombre. Aquí habría que hacer una separación entre la esencia y la existencia de mi bisexualidad. La existencia se remonta temporalmente a un mes, pero la esencia podría precederla. La duda que me hace escribir “podría” es fácilmente revocable si la respuesta a estas preguntas es sí: ¿cuenta como bisexualidad a ver visto repetidamente porno hetero para masturbarme? ¿haber leído compulsiva – y casi al grado de enamorarme de una de las autoras-, crónicas de cómo era la relación entre una mujer y un hombre? En verdad no sé si la respuesta afirmativa a estas preguntas termine de saldar la duda sobre mi bisexualidad, lo que si sé es lo siguiente:
Si mi mente se había preparado para el lesbianismo por la experimentación con el cuerpo de una mujer; mi mente se había preparado para el cuerpo de un hombre por medio del arte y la literatura. Quizás por eso no hubo planes previos, dudas o la confesión de mi virginidad cuando él me propuso ir al otro cuarto a acabar lo que habíamos empezado en el sofá. Me tiró al suelo, me levantó las piernas y entro en mí. En una noche de dos botellas de whisky y proposiciones indecorosas dichas mutuamente en conversaciones triviales, tratando de ver si entre todas las personas que éramos esa noche, nos encontrábamos solos al final. Y lo hicimos. Me lo hizo. Se lo hice.
Fue cosa de una sola noche, fue uno más a mi lista con la diferencia de que su cuerpo era de un sexo distinto de quien lo precedía en mi historial. Él se vino afuera de mí, a los días sangré y pensé que todo estaba bien, hasta que al mes siguiente experimenté un retraso de 3 días, cuando la sangre debió bajar no bajo y yo me espanté. Las probabilidades eran pocas pero existían y yo tenía 24 años, no era una adolescente que no supiera lo que estaba haciendo, no, era peor que eso: era una adulta que había entrado a un mundo desconocido, en el cual efectivamente no tenía ni la más remota idea de lo que estaba haciendo. Lo que las mujeres aprenden a saber desde adolescentes, yo recién lo estaba descubriendo. Lo que mi alumna de 13 años que dejó de asistir a la escuela entendió al ver cómo su panza comenzaba a crecer y su sangre a escasear, yo no lo entendía, no lo entiendo y -a juzgar por lo que me dije a mí misma enfrente del espejo mientras ponía una mano en mi vientre: “por favor, no estés ahí, porque yo no puedo ser tu madre”- jamás entenderé cómo es posible que ante el hecho de saber que dentro de 9 meses darás vida no te acobardes y huyas.
Cuando me asumía lesbiana, sabía en teoría que la mejor de las opciones ante el escenario de una maternidad prematura y no deseada, era el aborto. Pero ahora, en la práctica, con la latente posibilidad de estar engendrando vida golpeando mi tranquilidad mental, ya no estaba tan segura. El acto me parecía digno de una sangrienta barbarie, pensar en mí, abierta de piernas ante la mirada de un médico que examina primero y después expulsa me era insoportable. Emocionalmente incapaz de enfrentarme ante eso sólo me quedaba la otra opción: proseguir con el embarazo. El problema era lo que venía inmediatamente después de mi nuevamente abierta de piernas expulsando a una criatura indefensa, chillona, incapaz de hacer nada por sí misma, esperando impacientemente todos los cuidados que se necesitan para crecer con una psique preferentemente no muy dañada.
La RAE define la palabra “estabilidad” como “cualidad de estable”, lo que quiere decir que aquello que tiene estabilidad es -cito textual- “lo que se mantiene sin peligro de cambiar, caer o desaparecer”. Traducido a los términos de mi vida, para acabar pronto, todo lo que yo no soy. De estar embarazada, el día de la concepción tenía en mi organismo una cantidad ridícula de alcohol, que según el más mínimo sentido común me descalificaba para llevar acabo de manera óptima la más ridícula de las tareas (que no fuera, obviamente, la de dejar que me abrieran y me alzaran las piernas). De estar embarazada, durante el primer mes de gestación había consumido no sé cuántas cajas de cigarros – pero la cantidad equivale a poder decir tranquilamente “muchas” – y 100 pesos de mota. Me daban el premio a la madre del año, sin duda.
“Por favor, no estés ahí, no puedes estar ahí”, repetía sin cesar frente al espejo, frente a la computadora, en el baño y mientras miraba al techo a punto de comenzar a intentar dormirme. No podía concentrarme en ninguna otra cosa que no fuera que la sangre que me daría tranquilidad no bajaba. “No estés ahí” es lo que decía, ¿a quién le estaba hablando? ¿No es hablarle a alguien y decirle “no estés ahí” una forma de aceptar que de hecho sí esta ahí? ¿Hay alguien ahí? Por favor, no estés ahí.
Y, entonces, la sangre, la bendita sangre llegó. Llegó justo cuando la paranoia ya estaba ganando la guerra que se libraba en mi mente, cuando estaba a tres segundos de descender a la locura, cuando la imaginación desmedida sobre que ninguna de las opciones que tomara sería la correcta, la adecuada o la más sensata estaba apoderándose de mi. Estaba ya en el momento clave de pensar que la poca sangre que había desprendido a los días de haber mantenido relaciones, era lo que se conoce como sangrado de implantación. El 30% de las mujeres embarazadas durante su primer mes sangran en pequeñas cantidades, es un sangrado rosado o café marrón que anuncia que adentro de su cuerpo se está desarrollando ya otro cuerpo. Creí con una firmeza inaudita en mí pertenecer a ese 30%; a ese nivel me encontraba.
El primer día que la sangre llegó, llegó poca. Pero al siguiente día inundó todo, traspasó todas las barreras hasta llegar a la superficie para anunciarme: “tranquila, los óvulos tardaron en desprenderse, pero aquí estoy. Aquí estoy y hasta ahora siempre he estado aquí”.
Recuerdo hace tiempo un día en el supermercado, tenía 10 u 11 años. Mi mamá me comentaba por una razón justificada, que ahora no recuerdo, que en los países del Oriente Medio debido a mi edad y al hecho de que comencé a sangrar tan joven, hombres mayores que yo ya me encontrarían atractiva e irían con ella a proponerle una transición sentimental y monetaria – yo a cambio de tantas cabezas de ganado – y ella tendría que sentirse orgullosa. A eso añadan que mis caderas son anchas, símbolo inequívoco para una cultura machista que soy una mujer fértil capaz de procrear buenos hijos varones que continúen la estirpe de su padre.
Mi sangre, entonces, me pasó completamente desapercibida hasta este momento. Este momento donde me doy cuenta de todas sus implicaciones y la agradezco y le temo a partes iguales con la misma intensidad.
Helena R. Tripp Egresada de la licenciatura de Filosofía y Ciencias Sociales. Autora frecuente en la Revista Miseria: http://miseria.com.mx/author/helena-r-tripp/