por Citlally Villarejo Gómez
Mario era un chico sencillo, de gustos simples, le gustaba el futbol y aquella canción que hablaba de desamor. No era que se hubiera enamorado alguna vez, pero le encantaba escuchar la voz de esos varoniles artistas desgarrada por la pequeña cintura de su Adelita.
Mario soñaba con enamorarse, algún día, de una hermosa Adelita, tenía la vaga idea de que su preferencia sería por las mujeres jaliscienses. Cuando tenía ocho años fue de vacaciones a Guadalajara, no recuerda mucho, sólo un partido de futbol y a una bella mesera de grandes ojos… y grandes senos. Cada vez que todo se quedaba en silencio, podía revivir las palabras de su padre: “No hay mejor mujer que una hermosa oriunda de Guadalajara”. (Claro, eso fue antes de que su padre se fuera con una mujer de allá y lo dejará solo al sur del país).
Mario vivía con su tía, su mamá hacía tiempo que lo había dejado de amar; y no era su sentir de él, sino que ella misma se lo había dicho.
La noche era fría, la lluvia lo atormentaba, el silencio y la falta de luz dejaba sólo un pequeño temblor en sus piernas… pero, también en su corazón. “Lárgate puto, tú no eres mi hijo, esa princesita que estoy viendo no salió de mi vientre ¡vete a la chingada pinche puto!”. ¿Qué tenía de malo llorar? ¿Qué de malo tenía soñar con ser él la Adelita? Se levantó envuelto en una cobija, prendió una vela y vio su reflejo en la ventana. Él tenía unos ojos hermosos, muchos hombres se lo habían dicho, y un cuerpo que le costaba horas esculpir en un gimnasio -eso sin hablar de las horas de entrenamiento en la cancha de fútbol y su delicada dieta, la cual no rompía ni en días festivos-. ¿Qué de malo tenía enamorarse de hombres rudos que se rompían por amor? “Lárgate, puto”. Se giró a su cama, hace tiempo que él se había ido.
Sólo tenía catorce años, pero estaba más que seguro de lo que iba a hacer con su vida: entrar en una preparatoria en la capital, irse con él, con Omar, fugarse a ese famoso lugar donde nadie los iba a rechazar, seguir haciendo ejercicio y pertenecer al equipo de futbol de su futura escuela, ser los mejores, para así algún día ser vistos, tal vez en la universidad, ambos estudiando medicina… o leyes, o cada uno siguiendo su vocación, siendo hombres de bien, saludables, llenos de energía y excelentes jugadores, para entonces no seguir su carrera universitaria como trabajo, sino dedicarse a su pasión, el futbol.
Amarse y, tal vez algún día, se pudieran casar frente a todos, adoptar una hija y llamarla Adela. Sus neuronas no lo dejaban pensar, se desconectaban al sentir la lengua de Omar dentro de su boca, al morder los carnosos labios de su mejor amigo, su hermano, su novio, su complemento, su eternidad. Dejaba de respirar cada vez que él tocaba con la punta de sus dedos su espalda o su abdomen, y su corazón parecía dejar de latir cuando posaba su boca en cualquier parte de su cuerpo.
Esa noche también era lluviosa, el partido hacía tres horas que había terminado, mamá no estaba en casa, no había vecinos cerca, la ventaja de las vacaciones es que nadie está en donde debería estar, sólo ellos dos, entregándose el uno al otro en su viejo sillón. “Te amo”, irrumpió en el silencio la masculina voz de Omar, haciéndolo cerrar los ojos y repetir sus palabras en susurro. También él lo amaba con toda su vida, qué dichosos eran, haber encontrado a su compañero para siempre siendo aún adolescentes, “te amo”, la voz de Omar se proyectaba por toda la casa, por todo su cuerpo, por todos lados.
La puerta se rompió. ¿Qué jodidos están haciendo, par de maricas?”. La madre, enojada, tomó la pistola. Sin esperarlo, la luz fulminó todo y ahí cayó Omar, repitiendo «te amo». Ya no podía escuchar nada más, las lágrimas en automático cayeron, ¿qué importaba ya? ella tampoco sería su madre jamás, le había quitado todo, le había quitado al amor de su vida, su verdad, su sueño, su eternidad.
Fijo, viendo la ventana, selló el final: “Vete a la chingada, mamá”.
[divider]