La resiliencia como política de resistencia

[o cómo los gueis (sobre)vivimos en los márgenes agropecuarios]

La Jotredad. Retrato de Norman Monroy por Areli Vázquez. Zempoala, Hidalgo, México, 2015.
La Jotredad. Retrato de Norman Monroy por Areli Vázquez. Zempoala, Hidalgo, México, 2015.

por Norman Monroy

Cuando mi papá se enteró de que en la escuela me juntaba con puras niñas me puso la madriza de mi vida. Con el lazo de la vaca, la banda del tractor o la cadena del corral, no recuerdo qué encontró primero. Después de ese episodio, a mis escasos ocho años de edad, me prohibió cualquier forma de mariconería. Me dijo que me alejara también de mi amiguito Enrique, al que siempre le hacían el feo por ser afeminado; seguramente también le dijeron que nos tomábamos de la mano de camino a casa, al salir de la primaria. Desde entonces, esa forma tan tajante de violentar mi derecho a expresar mis afectos y a elegir mis relaciones anunció un alto a mis inocentes atentados en contra de su masculinidad.

     Mi padre implementó un complejo dispositivo para hacerme “hombrecito”, a mí, su único hijo varón, que era tan delicado, sensible y… maricón. Entre otras cosas, me obligaban a montar a caballo hasta que mis piernas ya no podían más, hacer trabajos pesados como sacar una tras otra carretillada de estiércol de los corrales de los borregos, sacar la piedra de la milpa, llevar a cuestas las pesadas pacas de alfalfa mojada y, como estrategia principal, me metió al equipo de futbol de niños. Especialmente lo último fue un grave error táctico, pues cada una de esas tardes en la cancha de soccer forjaron mi marica pueblerina.

     Recuerdo que era un agasajo ver las nalgas a mis amiguitos con sus shorts cortos, imaginar qué había debajo de esas trusas desgastadas que se les asomaban. Disfrutaba verlos sin playeras, con ese fino pelaje en las axilas y debajo del ombligo que tanto me llamaban la atención. Todas las tardes procuraba dar buenos pases a gol para que, en su festejo, me abrazaran y pudiera sentir sus cálidos y menudos cuerpos mojando de sudor el mío. También estaba al pendiente de cuándo iban a orinar, para acompañarlos, venos los penes y jugar espadazos. Tal vez lo que más me gustaba era ser del equipo perdedor para ser castigado con “fila india” y que, al pasar, el resto de los niños me lanzaran nalgadas mientras corría (en mi caso trataba de hacerlo lo más lento posible), pues disfrutaba tanto esas manos y ese ardor que dejaban en mi culo; tan placentero como cuando, deliberadamente, dentro de nuestros códigos, podíamos bajarle el short al otro, apretarnos los testículos y las nalgas, pellizcarnos los pezones o frotar nuestros genitales en la cara o las nalgas del otro. Lo que para mis amiguitos significaba reafirmar su “hombría”, para mí fue mi despertar sexual, homoerótico, subvirtiendo la norma que intentaba introducirme a la heterosexualidad.

     Cuando Judith, la chica que me llevaba a la escuela y me cuidaba en las tardes, se enteró lo que sucedió con mi papá sólo me abrazó y con su silencio me dijo las palabras que, en nuestra diferencia, aprobaban mi forma de ser, de querer. Judith tenía unos 19 años, era morena, con rasgos faciales toscos, cuerpo ancho que le hacía ver más alta, cabello muy corto, usaba los pantalones y las playeras de su hermano que le quedaban bastante holgadas. Judith sabía, como yo, qué es no poder expresarte, vivir con el miedo de hacer algo anormal luego de un chingadazo; pensar una lujuria y que de inmediato nos vinieran las culpas. Si importarle el regaño de doña Alba, su mamá, Judith me llevó en la tarde a la fiesta patronal y después a la mojiganga, una especie de carnaval en el que los varones del pueblo usaban pelucas y ropas de mujer para burlar novillos en la plaza de toros, donde Orlando era la reina y salía con el mismito vestido que tenía mi mamá, el que una vez Judith me cachó probando a escondidas.

     Orlando era el ahijado de mi mamá, quien había sido su madrina de bautizo, primera comunión y confirmación. De él y de su hermana Argelia, los hijos de doña Guillermina “la güera”, que por una temporada vendió hamburguesas afuera de la casa de mi abuela. En realidad, Orlando nunca fue Orlando, era Frida, aunque hasta la fecha mi mamá y las personas del pueblo le siguen llamado Orlando. Desde que tengo memoria, Frida u Orlando, quien era como 15 años mayor que yo, era muy afeminado. Aunque más bien ese “era afeminado” le quedaba corto, pues no se reducía a una estética, iba más allá. Ella se vestía con pantalones muy entallados de los que nunca me expliqué dónde ocultaba su pene que apenas se notaba; usaba botas de cuero hasta las rodillas, blusones que apenas dejaban entrever el poco pecho que tenía. Usaba unos chinos amarillentos, abundantes, un labial rosa intenso que era enmarcado por un delineador rojo que le hacían unos labios preciosos, tenía un lunar sobre ellos, en el área donde se le dejaban ver unos pelillos mal rasurados. También tenía unas pestañas enormes y unos ojos muy lindos en su fina cara.

     Frida se iba a los bailes en los que danzaba por horas con los pandilleros de pueblos aledaños. Siempre iba junto con Armando, o mejor conocido como “La Raquela” (sí, por la canción donde un chico descubre que “la chica” con la que baila tiene pene). Raquela era muy alta, delgada, de piel trigueña, el cabello casi a los hombros y siempre se paraba chueco, como formando una “s”. Ambas eran las reinas, no sólo de la mojiganga, sino también de la noche, aunque la ruidosa moto en la que viajaban se les hacía calabaza a primeras horas de la madrugada y al otro día se tenían que levantarse temprano: una para ordeñar sus vacas y abrir la estética, y la otra para irse temprano a la maquiladora o ir a las casas a cobrar lo del Avon.

     Hasta hace unos días me ponía a reflexionar sobre estas, nuestras vivencias, en algún pueblillo del Valle del Mezquital, en el estado de Hidalgo, donde el despliegue de machismo, jotofobia y machorrafobia se encuentran reforzadas por marcadores imbricados de raza, etnia y clase social en un contexto rural. Lxs raxs no tenemos lugar, a veces ni tenemos palabras que nos puedan nombrar, pues nuestros seres desbordan el arraigado lenguaje ranchero. Cuando usamos las ropas y maquillajes de tianguis de nuestras mamás no somos Drags, como en la capital, somos la Raquela, la Frida, la si-lo-vuelves-a-hacer-te-me-largas-de-la-casa. Cuando bailamos sonidero con la mano caída no somos transgresoras, porque no es tan sofisticado como el Vogue, somos el deseo del chacal y, a la vez, el centro de atención y burla de quienes nos dicen intento de vieja. Que ni queer, ni cuir, ni LGBT, ni siquiera gays, somos gueys, una precaria traducción cultural que occidentaliza nuestras realidades; que de todas maneras a nuestras espaldas siempre sí somos maricones, putitos, jotas, marimachas y vestidas marginales.

     Y bien que no necesitamos tener denominaciones sofisticadas, pues generamos, bajo ninguna identidad prefabricada, nuestros propios procesos de subjetivación. Nos deconstruimos, hacemos nuestros propios actos performativos, también nos reivindicamos, nada más que con caca de vaca en el tacón. Subvertimos las normas que nos constituyen, producimos nuestras propias significaciones, nos sentimos orgullosas de ser las jotas agropecuarias que somos. También hemos generado diversas estrategias para resistir ante todas las violencias que ni siquiera sabemos que son violencias. Hemos aprendido a punta de chingadazos a que todas esas cosas se nos resbalen. Pasamos de no saber que nos violentan, aunque sí saber que hay algo que nos impide aceptarnos por completo y expresar lo que sentimos, a vivir sin saber con esas palabras que, con nuestro orgullo y amor propio, estamos desarticulando esas estructuras y nos estamos fortaleciendo.

     Eso es la resiliencia: tener la capacidad de sobreponerse a los embates de la vida, aprender a hacerles frente, pero también es superar las adversidades y trans-formarnos, en nuestro caso, desde un lugar donde ni siquiera en lo marginal de la gran ciudad tenemos lugar. Así como Judith lo hizo conmigo, hemos aprendido también a cuidarnos entre nosotrxs. Cuando pasamos por la calle nos miramos fijamente, nos reconocemos, nos saludamos con amabilidad y nos alegramos de no estar tiradas en el canal de aguas negras con un plomazo en la cabeza. Porque compartimos ser la risa del mismo albañil, los desprecios de nuestras familias, los señalamientos de la señora religiosa, el abuso del chacal que se sobrepasa con nosotrxs, el rechazo por nuestra imagen sucia, descuidada y afeminada cuando vamos a pedir trabajo.  Nos acompañamos por los callejones oscuros, la mana te proteje de los gandallas, te trasmite estrategias que aprendió para defenderse, porque ella ya sabe cómo usar los tacones en terracería sin caerse. Porque ese cálido saludo en la calle es un pacto secreto, de querernos, cuidarnos, procurarnos.

     Existimos y buscamos un lugar, resistimos. Nuestras subjetividades se van entretejiendo, generamos procesos colectivos, las redes que formamos se vuelven una estrategia política de supervivencia; nuestras vivencias personales son a su vez posturas políticas. Los límites entre ambos componentes –lo personal y lo político- parecen desdibujarse, ambos procesos se fusionan, se encuentran imbricados, articulados. Trasmitimos nuestras estrategias a quienes nos preceden, abrimos paso barbechando alfalfa, sembrando maíces, pastoreando animales.

    Desde esta perspectiva de resiliencia, como una política de resistencia, nos pensamos en un proceso, deviniendo agropecuarias. En estas coordenadas, en lo marginal de los márgenes, las agropecuarias cuidamos de sí, de nos, y hemos hecho de la resiliencia una red de resistencia, para confrontar desde diversos sitios la matriz de opresión. Porque no somos masculinos, vivimos al día, nuestras pieles son mestizas y morenas, casi no olemos muy bien y a veces somos algo burras para la escuela. Sabemos lo que es que te discriminen por ser pobre, morenx, indix, rural, y que a pesar de ello lxs mismxs pobres, morenxs, indixs y rurales te discriminen por ser un intento de vieja o un macho fallido, o que para tus congéneres, de otras latitudes más privilegiadas, ni existas.

     Por esto, sugiero pensar en un constante cambio personal como una apuesta política, al hallarse en contextos (rurales) de violencia diversifóbica, donde cualquier día puedes amanecer muertx y violadx entre el lodo de las milpas, sin que nadie te reclame por vergüenza a que te reconozcan. En donde la simple razón de existencia, las acciones disidentes o los atentados a la supremacía masculina podrían costar la vida. Donde ser es sobrevivir en un sistema de muerte.

     En resumen, en esta relación que propongo entre la resiliencia y la resistencia, se hallan un conjunto de estrategias y tácticas colectivas dentro del campo del poder que -en este caso- lxs que disentimos del machismo, la jotofobia y machorrafobia de nuestros contextos hemos empleado para resistir a los sistemas de dominación y a las violencias imbricadas y, que a su vez, estas estrategias se encuentran inscritas en un impulso de transformación y fortalecimiento personal y colectivo. Es decir, apuntan a un dispositivo estratégico de contraataque donde se encuentran entretejidos dos procesos: el cómo se le hace frente a un sistema de dominación [heteropatriarcal] y cómo nos trans-formamos al afrontarlo. La osadía de generar un proceso de transformación y empoderamiento, burlar al machismo y lograr nuestra libertad para existir, amarnos y ser felices, dentro de un sistema que nos violenta sistemáticamente. Ser resiliente como un acto político de resistencia.

     *Me sitúo en el contexto donde crecí para hacer referencia a la especificidad en donde se producen estas reflexiones. Si bien lo pienso desde estas coordenadas, no quiere decir que no puedan existir estos procesos en otros contextos, sin embargo, habría que repensarlo desde los marcadores que signan otras localidades.

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Norman Monroy. Pachuqueña, bella y airosa, brotando de los maizales del Valle del Mezquital. 23 años. Chaira, revoltosa, vestida marginal y marica agropecuaria. Estudié Psicología (social) en la Universidad Autónoma del Estado de Hidalgo, me interesan los procesos políticos y de resiliencia de las sexualidades disidentes, así como los feminismos y la crítica decolonial. Acá también existimos, pensamos y luchamos.

twitter.com/verdeduras

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