La peor vejez

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Por Josefina Martos Peregrín

Humedad en las paredes. Se expanden, se multiplican unas manchitas cenicientas, como ejércitos de piojos acampados en torno a cada leve montículo de moho verdoso. La habitación entera simula una clepsidra: una gotera lenta y constante marca los minutos, el polvillo fino de la pintura cae poco a poco.

Ha aprendido a prescindir del espacio y la luz de su casa inmensa, de salones y baños, de biblioteca, compañía… Salvo de las dos criadas que entran rápido a recoger la bacinilla, a arreglar la cama, traerle la comida… Calladas y exactas.

En esa habitación vive, en esa habitación recibe visitas, ve películas, aunque nadie entra ni hay pantalla ninguna; hace ya tiempo que lo descubrió: no existe gran diferencia entre contemplar la pared que se desmenuza y ver la televisión; es más, la pared ofrece la ventaja del silencio. Porque a fuerza de mirar obsesivamente, ha descubierto que es ella quien vive ahí, en esa superficie a la que asoman sucesivas capas de pintura, una geografía de recuerdos superpuestos, océanos con islas, continentes bruscamente mutilados. Memorias de lo verde, de lo azul, de alguna mañana amarilla.

No añora a nadie, vive tranquila sin historias ajenas, ha utilizado el último de sus libros para fabricar barquitos de papel que navegan en el barreño donde vierte la gotera.

Atrás quedaron las visitas, tan pesadas, “No te encierres. Huele mal. Abre las ventanas. Pareces una vieja. Arréglate. Arregla la casa”, “¡Anda que…! ¡Cuando arreglen el mundo, que da asco!”, les contestaba antes de echarlos. Demasiado sabe que no hay pintura capaz de remozar las paredes de su vida, de disimular las filtraciones que corroen los cimientos y aflojan los deseos. Ni tampoco arreglo para el mundo, ni alivio para quienes lo padecen, basta cualquier noticiero para comprobarlo. Felizmente, se libró de las noticias; todavía recuerda cuánto esfuerzo le costó “quitarse de la tele”, más que quitarse del tabaco, que ya es decir, pero se alegró igual. Ahora ve programas muy interesantes en la pared, sobre todo, en esa opuesta a la puerta. Desfilan majestuosas sus obsesiones y sus miedos y se dice que, si supiera pintar, dejaría chiquitas las pinturas negras de Goya.

Como películas mudas desfilan los recuerdos. Lástima, suspira, no haber vivido más con la gente, no haber corrido por las calles, no haber amado como una insensata, ahora tendría más que recordar. Pero se resigna, se concentra y mira, se distrae con el tapiz de figuras que actúan en escenas sin paisaje y sin palabras. Verdad que nunca salen de la pared, no cobran volumen, los colores no brillan, pero ella los prefiere así, grises, planos y mudos; obedientes al mando del televisor, que ha conservado y sigue usando, porque funciona a la perfección. Adora su teatro de sombras, los sucesos de su vida recompuestos como siempre los deseó, a los que se suman las visitas de antepasados que, de otro modo, si saliera de casa, nunca habría llegado a conocer. Sólo le molestan sus padres que, con creciente frecuencia, juntos o por separado, la miran con tristeza y la invitan a seguirles, “¡Cómo si la pared tuviera alguna entrada”, protesta ella. “¿Qué se creen, que voy a hacer la gilipollez del Harry Potter ese, lanzarme de cabeza contra el muro?”. Fue la última película que vio en una sala de cine y no se le olvida. Además, ellos, ¿precisamente ellos se lo piden? ¡Ellos que le inculcaron prudencia, miedo, desconfianza a todo! ¡Al mar, a las alturas, a los perros, a la selva, a los hombres!

La “tía rica”, la llaman en la familia, temerosos de que transcurran décadas antes de heredar. La “vieja”, dicen las criadas, aunque por carnets y papeles saben que no lo es.

Y, sin embargo, lo es, aunque no han sido los años sino el rechazo a la vida y el desamor al mundo los que han arrojado a la gran ensimismada a la ratonera de la peor vejez: la anticipada.

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