El periplo

Por Karla Tamayo

 

Cerré los ojos. De pronto me recordé en la Frailesca. Tenía 12 años. Era verano. Estaba frente al patio, ancho, verde, de la casa de papá. Sentía el viento que me golpeaba la cara, frío, tibio. Hacía un eco profundo, delgado, en los oídos, que me maravillaba: era el sonido del aire pasando por las cavidades, entre los árboles, como una barcaza entre las olas de la nada. Era la música que emergía de las copas, donde las hojas se rozaban ligeramente unas contra otras, provocando una sinfonía de cascabeles verdes; el sonido era verde o dulce, y yo me erizaba tanto.

Tenía ya 15 años. Esa tarde llegué a la sierra. Era inverno y el frío calaba. A lo lejos alcanzaba a ver las luces endebles de los quinqués, que pardeaban entre las tablas de las paredes de las casas. También se veían intermitiendo suavemente por los orificios de las láminas, formando un espectáculo de cucayos sobre los oxidados techos de La grandeza. El equilibrio entre el paisaje de luces y sombras, entre la neblina y la tiniebla, me parecía una húmeda y aguda sacudida.

Por fin entré a la casa de Amable, era de tierra. Desde el portal podía sentir el olor, el llamamiento. La densa oscuridad era levemente penetrada por los filos mellados de su foco de 60W. Me invitó a sentarme a la mesa. Puso una taza pequeña, azul, de peltre frente a mí. Vertió  el caliente, fuerte, amargo quizá, café que me acarició la cara con el vapor que no se intimidaba ante el frío. Luego puso otra, la sirvió, y se sentó frente a mí. Comenzó a hablar sobre no sé qué cosas del clima y del río del que sólo quedaban guijarros. Yo nada más podía sentir el paso del líquido fluyendo por mi pecho, por mis venas: quemándome.

Era primavera. Iba en el barco hacia Valparaíso. Había un sol tan intenso que doraba la cubierta. Leía, extasiada, el capítulo siete de Rayuela. De repente el barco comenzó a mecerse con un rigor que me lejos de intrigarme, me provocó. Corrí hacia la proa: me aferré a las barandas. Sentía el mar tremolando, enardecido, produciendo un sonido sordo, como el del enjambre cuando se desata como temporal. Las olas chocaban contra el costado de la embarcación, salpicando mi cara, poblándola de brisa y de sal. Cerré los ojos. Entonces mi boca era el centro. Mis labios sentían los embates del Pacífico que se empeñaba en cavarla violentamente. Los movimientos eran cada vez más intensos de modo que tras un crujido estremecedor, abrí los ojos… Fue entonces que vi la tierra, se desprendía lentamente de mi boca. Alejándose me revelaba sus lunares, su piel oscura; sus cucayos, su patio; su viento, su neblina… su mar. La distancia le iba poniendo forma: te daba sentido. Fue así que te reconocí, sonriendo. Eras una cicatriz de mi boca, de la historia de mi boca y de la rebelión de mi memoria que en ella desató tu beso.

Ciudad de México, 28 de junio de 2013.

Volver arriba