por Paola Flores
Quería abarcarlo todo y aun con esa voluntad, me quedé en el intento
El pavimento quema. Es fácil ver espejismos en la ciudad, otorgan la sensación de estar perdido en el desierto. Voy sola por la banqueta. Los rayos del sol se resienten en cada poro de la piel. Mis hombros indefensos están ardiendo y no dejo de pensar en el bloqueador que dejé olvidado en la casa. La gente duerme en la sombra que encuentra, no hay valiente que camine por la calle a esta hora. El cuerpo no resiste los 40 grados a los que se eleva la temperatura. Los pies se hinchan, pesan, reclaman* (Yibuti, 2009).
Un día desperté y me encontré arriba de un árbol en medio del desierto. Estaba en un país llamado Yibuti; el lugar más impensable del mundo. Yibuti; nación ubicada en el cuerno de África, es un pequeño territorio estratégico, en el que conviven multiplicidad de etnias, nacionalidades, lenguas y religiones. No reparo en las razones por las cuales llegué ahí; más bien, quiero enfocarme en la traza que esa experiencia dejó en mi cuerpo y en la forma de acercarme a otras modos de ver y vivir la vida, y cómo éstos se manifiestan en el espacio.
Yo no hablaba árabe ni francés. No sabía nada sobre los somalí y los afar. En ese tiempo, yo era una ignorante de todo lo que pasaba en esa zona geográfica. Eran formas, lenguajes y prácticas con las que nunca había tenido contacto. No siento vergüenza y lo digo como es, porque fueron todas esas preguntas ordinarias, las que me orientaron a caminar sus calles, observar a su gente, diluirme en sus espacios y dar respuesta a mi cabeza repleta de inquietudes. Esta ignorancia previa me provocó un fuerte impulso de conocer de manera empírica lo que este mundo me ofrecía.
Quiero entenderlo todo, cansarme de verlo, olfatearlo hasta asquearme. Perderme en su gente, vivir en sus casas y comer su comida. Caminar como caminan, peinarme como se peinan, mirar como miran, sentir el sol como lo sienten. Quiero saber lo que piensan de esto o de lo otro. Ir a todos sus centros de culto, rezar como rezan, bailar como bailan, entender como entienden. (Yibuti, 2009).
Desde el enfoque de la geografía de las emociones, se busca comprender la emoción (aquella que se experimenta y aquella construida conceptualmente) en su articulación socio espacial. Para Alicia Lindón (2009), las emociones – fuertemente vinculadas a la experiencia sensorial y al cuerpo- tienen una implicación en la relación que se establece con el espacio. Considera que las acciones que realizamos no son independientes a lo que sentimos al utilizar y pertenecer a los lugares.
Asimismo, Paula Soto, menciona que la ciudad no es solamente el medio físico, sino que “integra emociones, sentimientos, recuerdos, sueños, miedos y deseos de los sujetos como como ejes de la experiencia espacial individual y colectiva” (Soto 2011: 21).
¿Cómo comprender las interrelaciones entre el espacio, los sentidos y las emociones? Necesitaba establecer una relación con los rincones que visitaba Es así que tanto en el ámbito personal como profesional, me di a la tarea de concientizar y agudizar la exposición de mi cuerpo al espacio en la ciudad. Mi cuerpo se volvió el campo de recepción de información por excelencia y punto de arranque para comprender lo que pasaba a mí alrededor. Empecé a crear una estrategia en la que no sólo aprendiera a moverme en esos ambientes; sino que me permitiera, sobre todo; apropiarme, conocer, sumergirme a profundidad en ellos.
El cuerpo y lo que sentimos es una ventana que nos sitúa en la ciudad y nos invita a experimentarla de un modo específico. Es así que, identificar la experiencia sensorial se volvió una acción fundamental. Saber cómo leerme, lo que percibía en mi cuerpo ya partir de ahí, acercarme a una realidad que me era infinitamente ajena. Reconocerme y observar. La utilización práctica de los sentidos en el espacio, formó parte de mi proceso pedagógico para comprender lo que estaba viviendo.
Mi cuerpo es el campo donde se establece esta diversidad de experiencias. Es el sitio deliberadamente escogido para construir otras visiones. Es una noble posibilidad y un inagotable descubrimiento. Mi cuerpo, desde dentro se identifica para relacionarse afuera. En él constato mi existencia, la capacidad de adaptarme y sorprenderme, mi percepción se modifica; yo acepto, me dejo llevar a la vez que escondo los ojos que miraron otro mundo. (Yibuti, 2010).
Esta conciencia perceptiva y corporal implica una constante ruptura y replanteamiento de ideas, de lo que he aprendido, de lo que conozco, de lo que pienso. Es comprender desmenuzando lo que vivo, priorizando mis sensaciones y emociones. Procuro apartar las ideas preconcebidas y atribuidas al contexto en el que me encuentro. Veo con lupa el espacio en el que vivo e intento entender el territorio desde mi experiencia.
El avión ha hecho una escala en Sana (Yemen), antes de llegar a Yibuti. Estoy sola, cansada y aunque trato de ocultarlo, nerviosa. Hay demasiado bullicio y no entiendo los anuncios, no entiendo lo que pasa, ni lo que tratan de decirme. Trato de no desconcentrarme, observo sus gestos, trato de entender de qué va. Pido información, pero no me contestan. Con cada movimiento que realizo me gano una estampida de miradas desaprobatorias. Me siento como un venado indefenso antes de ser cazado. Opto por observar e imitar lo que las mujeres hacen y así pasar desapercibida.
Los hombres me miran insistentemente, siempre con su aire prepotente, con su ceño fruncido. Me empujan para pasar antes, no me dirigen la palabra, ni las gracias, ni las buenas tardes. Pienso que van solos, hasta que enseguida que bruscamente me rebasan, soy empujada de nuevo, esta vez por la mujer con niños en brazos que hace lo posible para alcanzarlo. Suben al avión e inmediatamente han provocado un desorden, se sientan en el lugar que les da la gana y a pesar de los reclamos, nadie soluciona. Lo único que quiero es sentarme, ponerme los audífonos y cerrar los ojos. Me toca el asiento en la ventana, estoy junto a puros hombres. Hablan y gesticulan fuertísimo. Ya van dos veces que tengo que esquivar los movimientos del joven sentado a lado mío. Sus amigos ocupan los asientos alrededor. Su ruidosa plática pinta para durar todo el viaje. Me siento demasiado pequeña (Yibuti, 2009).
Instalada en el país africano, me interesaron particularmente las mujeres. Los movimientos de su cuerpo, sus gestos y astucias. Me volví aficionada a caminar por la ciudad y registrar la forma en la que se comportaban en el espacio público. En cualquier oportunidad me colaba en sus prácticas cotidianas, ya que para mí, no bastaba con permanecer impávida observándolas.
Cuando pasan cerca de mí, aquellas mujeres a quienes llamo las sultanas de Yibuti, cierro los ojo. Intento grabar la sensación del viento que su cadencia al caminar deja. (Yibuti, 2010).
Las pláticas invitaron superar los debates sobre diferencias absurdas. Las había observado tanto que podía predecir sus movimientos. Me gustaba estar ahí para realizarlos, esparcirme entre ellas, entenderlo desde mi cuerpo. Me compartieron un poco de lo que miran sus ojos, con lo que aprendí a combinar sus colores, y discernir las texturas adecuadas del vestido de fiesta, el de diario, el de domingo. Mis sentidos reaccionaron e incorporaron la inmensidad de formas, olores y tonalidades; mi piel olvidó las modas ya acostumbradas.
Escuché con atención lo que percibía mi cuerpo, lo que veía, lo que escuchaba u olía en lo cotidiano, en las calles, en las esquinas; Identifiqué las emociones que sentía en el espacio, al estar y desplazarme en él. Todo me abría la posibilidad de vincularme con Yibuti. Todo me daba respuestas y me planteaba nuevas preguntas.
Ya no me asusto cuando gritan cerca de mí. No me perturba sentir la densidad de su mano estrechando la mía. Ya no me angustio al ver tanto velo negro cubriendo su cuerpo; sólo huelo el cálido perfume que deja a su paso, lo escribo en mi memoria. Acepté la lentitud que las convierte en eternas, mi mirada ha musicalizado sus danzas. Aprendí a disfrutar la belleza sutil que se esconde tras esas telas tornasol (Yibuti, 2010).
Un recuerdo recurrente la calle Aux Mouches, en el centro. Imagino el escenario que se construye. Callejones infinitos, sucios, decadentes. La gente pasa, hay mucha. Avanzan lentamente. Recuerdo la sensación de cuando pisan mi sandalia torpemente. La calle está llena de infinitas telas de todos los colores posibles Las telas empiladas, según el color, el estampado, el uso. Veo la tienda que en la puerta tiene un poster con una niña orando a Alá, la niña es casi rubia. Las mujeres pasan. Su ingenio para combinar los estampados más impensables con el color más brillante nunca antes visto. Admiro el ritmo de la tela que se mueve marcando sus formas, el rápido gesto para acomodar el velo en sus hombros.
Me involucro con lo que tocan, con lo que respiran, con la manera como ven, sólo así entiendo mi cuerpo, solo así aprendo del otro cuerpo (Yibuti, 2010).
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* Una primera versión de este texto puede encontarse en el documento elaborado a partir del seminario El cuerpo y sus representaciones coordinado por Karen Cordero y organizado por el Cenidi Danza José Limón en 2009. Puede consultarse en:
https://mexicana.cultura.gob.mx/es/repositorio/detalle?id=_suri:INBA:TransObject:5bce83537a8a02074f8311fd
Bibliografìa
Lindon, A. (2009), “La construcción socioespacial de la ciudad: el sujeto cuerpo y el sujeto sentimiento” en Cuerpos emociones y sociedad, Córdoba, Núm. 1, Año 1, pp. 06-20.
Soto, P. (2011). “La ciudad pensada, la ciudad vivida, la ciudad imaginada. Reflexiones teóricas y empíricas”. La Ventana 34: 7-38