De afectos, efectos y medusas

Por Aitza Miroslava Calixto Rojas

Hacerse feminista no es un proceso lineal. Pasa que un día te autoadscribes, o dudas, o te intrigas. Este llegar a ser, no tiene punto de arribo, sólo retornos múltiples, preguntas. Tampoco hay una sola forma de serlo, ahí de nuevo nos dispersamos, incluso nos enfrentamos, para que después y pese a todo, podamos coincidir.

     El ir y venir es constante, la esfera de lo teórico, que a veces es privilegio de unas cuantas, se trastoca constantemente con el activismo; pero tanto el debate como la lucha pública, se vuelven espuma en nuestras interacciones cotidianas, en la vivencia íntima frente al espejo, frente a la cama destendida y la preparación de los alimentos. Se convierten así en bruma cálida, pero también en recordatorios incómodos cuando reflexionamos sobre la construcción de nuestros afectos.

      Hablamos entonces de una ética feminista, de sororidad, nombramos claves, desplegamos un discurso que ya es nuestro: violencia de género, estereotipos, amor romántico, heteronorma, patriarcado. Pero ¿qué hacemos cuando no tenemos eco?, ¿qué hacer cuando nuestros afectos primeros, esos, los de las familias, nos desconocen y nos hacen polvo?

      Necesitamos entonces, no sólo de una habitación propia para escribir, como ya reclamaba Woolf, sino de una red de interlocutoras con las que compartir, con las que escuchar, llorarse y desnudarse. ¡Qué distinta hubiera sido mi vida, si a los tres años, si a los ocho, si a los trece, si a los veinte, hubiera tenido una amiga feminista! En esos mis momentos claves, cuando experimenté con mayor intensidad el tremendo y absurdo costo de mi condición de género, ¡cuánto las extrañé!

       Sin embargo, las opresiones no se viven en resignación, buscamos con lo que hay al alcance, intentamos, intuimos también que el mundo podría ser distinto y que nuestros afectos no tendrían por qué convertirse en afectaciones, en cruces que cargar, en sepulturas. Las mujeres también aprendimos a buscarnos, a leernos, a alejarnos de falsos profetas.

     Los mandatos siguen ahí, la búsqueda del amor verdadero, la maternidad como la cúspide de nuestra realización, la vivencia de pareja y de madre como los únicos afectos a los que les debemos luchas y renuncias. El listado es denso y se sofistica en cada relación, en la interacción social más inocente, en el enunciado, en la forma de ver y verse, de percibirse, de percibir y ser percibidas. En esa red de significados y prácticas, nuestras afectividades se convierten en una incomprendida medusa.

      En las relaciones no eróticas, la angustiante rivalidad femenina; en las relaciones eróticas, el manual preestablecido de celos, apropiación y exilio; en las familiares, las huellas de la icónica familia patriarcal mexicana, la de la guadalupana y los quince años. Sucede entonces que, de cuando en cuando, y pese a nuestro trayecto como feministas, la medusa nos mira de frente y nos vuelve la réplica pétrea de siglos que sostuvieron que amar era eso, entregar, renunciar, aceptar, sollozar, anhelar, extrañar, expropiar, olvidar, obedecer.

     Una y otra vez me redescubro a mí y a mis compañeras de viaje volcando nuestra solidaridad en ese otrx que, por causa y efecto del “amor de pareja”, nos puede obligar a acompañar y a comprender a pesar de una misma, a decir sí. Sacrificios, vestidos blancos y chambritas, son las huellas de un modo de amar “tan nuestro”, tan anclado en el imaginario de la buena mujer mexicana, que, a pesar de nuestras diferencias de clase y etnia, también forman parte de lo que somos.

     A mediodía, una de nuestras sombras también es eso, Novia mía, la Chorreada, la Chachita sin sus trenzas. Las trampas son múltiples, pero sin duda relacionarse erótica y afectivamente con los hombres, suele ser una cuesta arriba. Los privilegios masculinos pueden negociarse, pero están ahí como la opción silenciada y permanente de nuestros compañeros. La profundidad de la relación opresor y oprimido es contundente, a pesar de que otras dimensiones de privilegio y desventaja se entrecrucen, la diferencia de género es un asunto que implica un campo de batalla. Si a esto le sumamos las honduras del amor romántico, topamos con pared, cómo hacer pareja a partir de este disparate, y si nos declaramos poliamorosas, ¿cómo serlo sin que el fantasma de la exclusividad sexual se convierta en la graciosa lápida en la que te vuelves espía y prisionera?

     En el camino, hay de todo. Encontramos compañeros que, apelando a la libertad sexual, hacen de esta reflexión profunda, un medio para ejercer nuevamente un privilegio que dicta que, entre más mujeres en la biografía sexual, mejor. ¿Cómo equilibramos, cuando ni la cama se salva del patriarcado, del culto al falo y de la mecánica falsa del te chupo, me chupas, me penetras, orgasmo?

      Tenemos la opción de relacionarnos sólo con aquellos que se declaren feministas o con los que parezcan serlo, aunque en el camino las contradicciones los delaten. También está la opción de ser la evangelizadora feminista, “hay que tenerle paciencia a los vatos”, me decía una compañera en el DF. ¿Y si no tengo, y si ser paciente con su proceso es de nuevo tolerar y darles chance en nombre del amor? ¿Cómo hacer si también tenemos a los dictadores benevolentes, a los que se les celebra que laven los platos y cuiden a sus hijos?

     Podemos renegarnos, decir que no, afirmar que ni siquiera somos heterosexuales para andar rindiendo culto a cualquier macho. Sin embargo, las relaciones afectivas y eróticas entre mujeres tampoco se salvan, el amor romántico también despliega sus amarras, ahorca. La peor de sus caras, el silencio, el dar por sentados acuerdos que necesitan negociarse, asumir que estamos fuera de la heteronorma, es olvidar que es ésta la que condiciona el escondite. Celebramos como signo de amor la simple aceptación de una preferencia sexual descalificada y ni modos, qué más se puede demandar, en un país donde lesbianas y bisexuales nos seguimos silenciando casándonos de blanco con algún príncipe maltrecho o donde nos siguen silenciando a base de violación y mortaja.

     No está fácil, necesitamos separar una a una las serpientes de nuestra medusa para descifrar los hechizos. Visibilizar el patriarcado es una de las tareas de los movimientos feministas que se convierte en broma fácil para quienes creen que ridiculizarnos es inofensivo, pero el chiste es otra de sus caras, nos atraviesa. El patriarcado se encarna en nuestra afectividad primigenia, la que sentimos por nosotras, la de las guerras más cruentas. Podemos pasar años ignorándonos, enajenadas, furibundas por lo que nos falta o sobra para merecer ser amadas. No podemos crecer y envejecer sin los calificativos, sin las recetas para disimularlo. La vara siempre es la más alta, pasa por el cuerpo y lo devasta calificando nuestros modos. Recuerdo que, en todos los anuarios escolares, niños y niñas me aconsejaban “controla tu carácter”. Nunca me quedó claro lo que querían decir, qué es lo que tenía que “controlar”, ¿hablaba mucho?, ¿me enojaba demasiado?, ¿qué dirían mis anuarios, si hubiera sido niño?, ¿sería mi ímpetu, carcajada y arrojo interpretado como chingón?

     Sin embargo, la vena patriarcal nos parte del ombligo y se extiende por doquier. Se hace presente cuando esperamos que un hombre nos cargue el garrafón, cuando dependemos de la “bondad de los extraños”. Se aloja en esa sutil condescendencia que aceptamos como diminutos privilegios de la “caballerosidad masculina”, en el “chicas gratis”, en el “mujeres y niños primero”. Esa es su cara amable, la que nos sitúa como sujetos que se privilegian de su vulnerabilidad, que requieren de protección y apoyo. La cara cruda, el asesinato, el abuso sexual, el golpe, el chantaje, la culpa, las preguntas. Eso, las preguntas, en la calle ¿a dónde tan solita?, en la casa ¿y el novio?, en el trabajo ¿tienes hijos?, en la escuela ¿piensas tenerlos?

      Total, que los ojos de la medusa, los traemos puestos. Amar-se desde otros puntos de referencia no puede ignorar estas estructuras, amor romántico, heteronorma, patriarcado: patrioskas. Pero no sólo eso, resulta que en nuestros afectos también reproducimos las relaciones coloniales y los saqueos y acumulaciones capitalistas, otros culebrones, otros ojos turbios. Illouz nos advierte de la pasividad individualista a la que nos arroja atomizarnos en pareja, en esa burbuja que ordena la existencia, las formas de dormir y despertar. Nuestras afectividades se limitan así, a las redes de amigxs y familiares, en esferas cada vez más diminutas y superficiales, donde se pasan de largo estos temas para evitar confrontaciones, espacios afectivos donde siempre “controlamos nuestro carácter” y evitamos los asuntos incómodos.

     Ante este escenario, multiplicar nuestros afectos, desacralizarlos y exorcizarlos es por principio una subversión anticapitalista. En esto, la ruta feminista por supuesto que es crucial. Conectarse y sentipensar en los códigos de Fals Borda, en los de Cusicanqui y de las ecofeministas, puede alejar a nuestra Medusa del discurso y práctica del Poseidón. Podemos relacionarnos de otro modo con lo todo que nos rodea y no sólo con nuestras constelaciones inmediatas. Nuestra cuerpa, Medusa y sueño pueden transmutar así en una geografía planetaria y cósmica.

     Nadamás que es complicado y no sólo por esas patrioskas que de pronto se revelan infinitas, sino porque conectarse con otras luchas y latitudes es también doloroso y tremendo. Sucede que entonces te importa la desgracia del rastro y del monocultivo; de la selva hecha potrero y de las gallinas vueltas fábrica; de la mina y de la maquila; de las lenguas que se mueren y de los territorios que se hacen franquicia. Entonces buscas pañales de tela y copas menstruales, te peleas con el unicel y renuncias al automóvil. Aprendes a revisar tus propios privilegios, los de alfabetizada y/o mestiza, reconoces los efectos de tu huella y pasa que tus afectos comienzan a revolucionarse. Tu cuerpo se extiende, tu garganta se multiplica, tu práctica amorosa, tus afectos y sus efectos se hacen política internacional e íntima.

     Hacerse feminista te ofrece pistas, no recetas, ni productos milagro, me despliego, nos desplegamos. Hacernos las preguntas incómodas es necesario. Construir nuestros cariños desde esos cuestionamientos no es ni miel, ni hojuela, pero puede devolvernos el sentido de estar acompañadas en el sueño y la lucha por transformar las circunstancias que compartimos.

Bibliografía

Fals Borda, Orlando. (2009). Una sociología sentipensante para América Latina. Bogotá: CLACSO.

Illouz, Eva. (2009). El consumo de la utopía romántica: El amor y las contradicciones culturales del capitalismo. Buenos Aires: Katz Editores.

Woolf, Virginia. (2008). Una habitación propia. Barcelona: Seix Barral.

Rivera Cusicanqui, Silvia. (2014). Hambre de Huelga. Ch’xinakax Utxiwa y otros textos. Querétaro: Mirada Salvaje.

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Aitza Miroslava. Estudié en un programa de doctorado en Antropología de lS salud de la UNAM. Hice una maestría en Antropología Social y la licenciatura en Ciencias Políticas. Oaxaqueña, amo recorrer esa geografía y disfruto crear y soñar desde esa latitud. Hace unos años, junto con unas compañeras, iniciamos la Colectiva Investigación y Diálogo para la Autogestión Social (IDAS) que trabaja talleres y proyectos encaminados a visibilizar y erradicar las diferentes caras de la discriminación social, desde una mirada crítica y autoreflexiva. Buscamos hacer de la autogestión una opción política para conectarnos con las realidades sociales y las geografías en las que se ubican nuestros quehaceres y afectos cotidianos.

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