por Victoria Grinstein
Resulta imposible separar las luchas que se vienen llevando adelante desde los movimientos feministas de la situación actual de pandemia. El coronavirus ha logrado exponer las enormes desigualdades de clase y el alto grado de precarización en que se encuentras las mujeres y disidencias en Argentina. Desde hace años venimos denunciando las violencias a las que estamos expuestas en tanto debemos continuar con nuestras tareas productivas y reproductivas.
Hoy resulta indispensable pensar la situación actual de crisis sanitaria en clave de género, poniendo de manifiesto el rol fundamental de las mujeres en el sostenimiento de los hogares, en el marco del desarrollo de un sistema capitalista cada vez más opresor. Desde la economía feminista se construye una perspectiva para hacer frente a la crisis proponiendo una salida que nos incluya a todxs.
Desde el espacio donde vengo trabajando, me toca pensar las juventudes. Íntimamente comprometidas en la ola feminista de los últimos años, las mujeres y disidencias jóvenes han copado la escena con su glitter y su increíble entusiasmo de querer cambiarlo todo. Esa potencia feminista de la que habla Gago (2019) se ve encarnizada en los cuerpos de todas las que salimos a la calle para protegernos, defendernos y reivindicar otros modos de vivir.
Se vuelve necesario gritar “niñas, no madres” cuando ciertos sectores de la sociedad, representados por los medios hegemónicos de comunicación, buscan aferrarse al ideal de la mujer madre, cuidadora y sumisa, aunque estas tengan a penas 12 o 13 años. Las que tienen que cuidar a sus hermanxs, las que no pueden ir a la escuela porque tienen que quedarse en su casa ayudando a su mamá, las que no consiguen empleo por estar embarazadas, las mismas que salieron de Ciudad Juárez en busca de una vida mejor.
Todas ellas, todas nosotras nos merecemos una sociedad que no nos confine dentro de nuestros hogares, que no nos condene a una trayectoria laboral precarizada o nos mate en manos de un femicida. Es necesario pensar salidas posibles para nuestras jóvenes, aquellas que más padecen la crisis y deben poner el cuerpo en sus casas y en sus barrios.
Hace décadas atrás, las feministas ya alzaban sus voces para denunciar las relaciones de violencia a las que estaban sometidas las mujeres. En los 70, las feministas marxistas instalaban el debate en torno al trabajo reproductivo y su función dentro del capitalismo. Ellas piensan la reproducción social como condición necesaria para la explotación de las mujeres y su desvalorización frente a los hombres.
Federici (2018) considera al trabajo doméstico como la base de las desigualdades de género. Históricamente, las mujeres al quedar relegadas al espacio privado del hogar se vuelven dependientes del salario masculino, en lo que define como patriarcado del salario. Al tener el poder del salario, el hombre desarrolla un poder disciplinar y violento sobre las mujeres. Este modo de organización familiar no solo jerarquiza a los hombres por sobre las mujeres, sino que permite un desarrollo exponencial del capitalismo, lo cual demuestra la complicidad entre ambos sistemas.
Esto se puede constatar con las estadísticas que se encuentran en nuestro país. Según el Equipo Latinoamericano de Justicia y Género (ELA), en base a la última Encuesta Anual de Hogares Urbanos (EAUH) del INDEC, la tasa de participación de las mujeres, es decir las que realizan trabajo doméstico, llega casi al 90%, contra el 58% de los hombres que declara hacerlo. A su vez, las mujeres que realizan trabajo no remunerado dedican una cantidad significativamente mayor de tiempo a esas tareas que los hombres que participan de las labores domésticas. Otro dato que arroja la encuesta es que las mujeres de hogares de menores ingresos son las que más tiempo destinan al trabajo no remunerado, enfrentando mayores demandas de cuidado y accediendo a empleos peores remunerados.[1]
Mies (2019) también forma parte del movimiento de mujeres en los 70’ y de la “Campaña salario para el trabajo doméstico”. Esta campaña busca poner sobre la mesa la necesidad de pensar las violencias machistas en clave económica y la relación existente entre capitalismo y patriarcado. Considera que es necesario lograr un entendimiento materialista e histórico de la división sexual del trabajo para comprender las desigualdades sociales entre hombres y mujeres.
De acuerdo con estas feministas, se vuelve evidente la necesidad de sublevarnos contra la naturalización de las tareas domésticas y luchar por el reconocimiento salarial del trabajo doméstico (Federici, 2018), sobre todo en un contexto de aislamiento donde las tareas se hacen cada vez más pesadas. Mientras ocupamos cada vez más horas en limpiar, cocinar y sostener a nuestras familias, es necesario gritar más fuerte “que eso que llaman amor es trabajo no pago”. Exponer la raíz de la opresión de las mujeres permite visibilizar los mecanismos con los que el capitalismo se ha sostenido a lo largo de la historia y su vinculación con la violencia hacia las mujeres.
En momentos de enorme incertidumbre donde vemos como se profundizan las desigualdades, sostenemos la premisa de Susy Shock, “no queremos ser más esta humanidad”. Pero ¿cómo construir una sociedad más justa e inclusiva cuando nuestras compañeras villeras se mueren por falta de agua? ¿De qué modo nos organizamos los feminismos para hacer frente a esta nueva crisis mundial que golpea como siempre con más crudeza a los sectores más vulnerables? ¿Cómo peleamos contra las cada vez más precarias condiciones de existencia que nos ofrece el neoliberalismo?
Lorey (2016) nos propone pensar a la precariedad no como una situación pasajera o eventual, como podría pensarse en este contexto de pandemia, sino como un nuevo modo de regulación de nuestras vidas. A partir de la imposición del sistema neoliberal y con el fin de las coberturas sociales de los Estados de Bienestar, se instaura lo que ella denomina un Estado de Inseguridad donde se reproduce y normaliza lo precario como condición social.
Esta normalidad no solo se manifiesta en las condiciones de explotación laboral o en la vulneración de nuestros derechos, sino también a partir de la inseguridad traducida en una amenaza. En este sentido, la precarización de la vida no solo produce subjetividades sino también un estado de inseguridad constante que se busca revertir a través del aumento del aparato punitivo y represivo. Las nuevas formas de gobierno están marcadas por esta definición de “defensa contra una amenaza”.
Este análisis resulta muy pertinente al pensar la realidad actual. Nos vemos enfrentados a una enfermedad que genera incertidumbre y un estado de paranoia constante. El temor al otrx se vuelve algo común, en tanto aumentan la cantidad de denuncias entre vecinxs y de discursos en defensa de la policía.
Frente a esta situación, Lorey nos plantea la posibilidad de pensar en alternativas a los estados inducidos de miedo e inseguridad como forma de gobierno. Ante este aumento del “sálvese quien pueda” y de discursos liberales e individualistas, recuperar las formas de organización colectiva aparece como contrapartida. Ella nos propone pensar la precariedad como activismo político. En contra de estos discursos punitivos y sus promesas de seguridad, podemos pensar en la necesidad de otros modos de acción política. Pensar la precariedad como un devenir común que nos conduzca a nuevas formas de organización y comunidad.
Butler (2006) también reflexiona en torno a las condiciones de precariedad de la vida como modo de relacionarnos con lxs otrxs. Piensa en una precariedad jerarquizadora la cual opera de forma diferencial sobre los cuerpos. Se produce un reparto desigual de las condiciones de vida y de su protección. La estigmatización ha generado un acceso desigual y una atención médica deficitaria que ha provocado un aumento de los fallecimientos en zonas con mayor población afroamericana.
Al comienzo de la pandemia en los medios de comunicación decían que este virus “no distinguía entre ricos y pobres” y que “cualquier persona está expuesta al contagio”. Hoy podemos afirmar que el virus no es inocente, es el claro reflejo de las políticas neoliberales y de su impacto diferenciado sobre los cuerpos. No afecta de la misma forma a todxs: impacta sobre los cuerpos pobres, racializados y feminizados.
Frente a este escenario desesperante, podemos retomar los aportes de Gago (2018) en torno a lo comunitario. Ante el avance del neoliberalismo y a la normalización de las condiciones de explotación, nos propone pensar nuestras luchas desde la organización comunitaria: “la noción de lo comunitario como teoría del cambio, donde la cuestión reproductiva de los cuidados toma un papel político clave en tanto se evidencia como recurso a la vez de los momentos de crisis y resistencia abierta pero también como engranaje de unas flexibles formas productivas que lo ponen en juego, evidenciando ser un campo en disputa.”
En tiempos donde abunda la incertidumbre y afloran las violencias, esas redes de mujeres que venimos construyendo se hacen fundamentales. En los últimos años hemos aprendido que entre todas nos cuidamos mejor. Frente un sistema opresor, buscamos las formas de construir trayectorias marcadas por el deseo, que rompan las cadenas de la heteronorma patriarcal. Pensarnos desde lo comunitario, rompe con la idea de familia nuclear y de mujeres privatizadas, al mismo tiempo que atenta contra los modos de producción capitalista.
Desde los comedores en los barrios, pasando por la organización de alumnxs para defender la ESI, hasta los grupos de WhatsApp de socorristas, nuestros lazos colectivos han sostenido y reivindicado la lucha por el reconocimiento del trabajo reproductivo que hacen las mujeres. Las tareas que se vuelven más pesadas en tiempos de pandemia hacen aún más notoria la necesidad de poner sobre la mesa la importancia de los trabajos no remunerados que hacen las mujeres y como esto crea la base de una relación desigual frente a los hombres.
Es en ese sentido, seguimos tejiendo redes y espacios colectivos, aunque sea en este contexto de virtualidad, para repudiar la violencia machista y su impacto sobre nuestros cuerpos. Continuamos desafiando los límites que nos han impuesto, contraatacando desde la cocina como dice Federici, organizándonos a pesar de la dificultad de estar juntas. Como afirma Gago (2019) “invención común contra la expropiación, disfrute colectivo contra la privatización y ampliación de lo que deseamos como posible aquí y ahora.”
A pesar de la tristeza de no poder encontrarnos hoy en las calles, hoy más que nunca, gritamos bien fuerte: “Vivas y desendeudadas nos queremos!”
[1] Rodriguez Enriquez, C. El trabajo de cuidado no remunerado en Argentina: un análisis desde la evidencia del Módulo de Trabajo no Remunerado.
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Victoria Grinstein, soy argentina, transfeminista, socióloga, estudiante de la Maestría en Estudio y Políticas de Género de la UNTREF.