por Val Trujillo R.
El interés por investigar sobre transfeminismo surge de mi necesidad de encontrar afinidades discursivas y prácticas a la hora de posicionarme dentro de los feminismos, pues no sentía una conformidad total y sí algunos vacíos con otros planteamientos propuestos por el movimiento más tradicional de mujeres presente en el contexto colombiano.
Aquella corriente transfeminista de la que había escuchado ciertos postulados y con la cual sentía más cercanía, a mi parecer, era más coherente a la hora de abordar una lucha por la igualdad y la justicia. Lo que voy a presentar a continuación, lo hago porque estoy segura de la importancia de la difusión de las diferentes caras que tiene el movimiento feminista, para dar a conocer que no es un movimiento singular, sino que está compuesto por diferentes teorías que no necesariamente están de acuerdo entre sí, podría decirse entonces que el transfeminismo es una línea de fuga que subvierte significados y cuestiona planteamientos socialmente impuestos.
Para hablar de transfeminismo, considero necesario iniciar la conversación a partir de mis experiencias situadas. Entiendo esta corriente del feminismo como un paso importante en el fortalecimiento personal de una serie de ideas y convicciones políticas que empezaron a gestarse desde mi rechazo crítico a determinadas categorías normativas que los estudios feministas, entre otros, han puesto en cuestión. Han pasado ya veintisiete años desde que se me asignó arbitrariamente la etiqueta social y biológica de ‘mujer’ y en la mayoría de estos, por ese condicionante de género, se han ejercido sobre mí una serie de violencias sistemáticas normalizadas y naturalizadas por la sociedad. La familia, la escuela, las amistades, las relaciones sexo-afectivas, el trabajo, la religión, el Estado, el cine, la literatura, el arte, la música, los medios, entre otros, se han encargado de perpetuar una discriminación que afecta a un grupo poblacional que no se enmarca en el reducido espectro de la masculinidad hegemónica.
Hace aproximadamente doscientos cincuenta años que las mujeres dieron inicio -según la historia oficial- a un cuestionamiento de las razones que justificaban su exclusión, un inicio que se suele asociar al momento en el que Olympe de Gouges escribe la Declaración de los derechos de la mujer y la ciudadana (1791) -dos años después de que se escribiera la Declaración de los derechos del hombre y el ciudadano en plena Revolución Francesa- y la casi inmediata publicación de Vindicación de los derechos de la mujer (1792) por parte de la inglesa Mary Wollstonecraft, donde argumentaba que las mujeres no son por naturaleza inferiores a los hombres, sino que se les ha designado de tal forma por no haber recibido la misma educación. Con estos dos escritos, lentamente se inicia la visibilización de las mujeres dentro de la sociedad de la que formaban parte. Esas y otras primeras manifestaciones de denuncia de la desigualdad entre hombres y mujeres han sido denominadas protofeminismo; de ahí en adelante las mujeres se han organizado y han dado lugar a una multiplicidad de feminismos y, según el contexto, se modifican las luchas y así mismo el lugar de enunciación.
En pleno 2020 sigo cuestionándome significativamente sobre “¿qué es ser mujer?”, y ha sido gracias a los feminismos que las piezas del rompecabezas se han juntado y generado respuestas, y por supuesto nuevas preguntas. ¿Soy una mujer? Al afirmarlo, estaría asumiendo un conjunto de rasgos identitarios creados a través de procesos violentos a lo largo de la historia, con los cuales no me siento cómoda asumiéndolos, pero ¿Soy entonces un hombre? Tampoco, pues en este caso la negación de una categoría no es la afirmación de otra que es considerada socialmente como opuesta. Desde esa constatación aparentemente simple, considero importante, bajo una postura transfeminista, el cuestionamiento del binarismo de género por medio del cual se ha construido un sistema de opresión conocido como heterocispatriarcado, conformado por la heterosexualidad obligatoria, la cisexualidad como privilegio normalizado que deja en un lugar subalterno a las personas trans, y el patriarcado como aquel sistema de dominación que oprime a las cuerpas que se salen de la lógica masculina colonial.
Ese proceso de cuestionamiento y reflexión personal, enriquecido de manera determinante por el pensamiento feminista, me lleva a evidenciar que el feminismo no es uno, sino muchos. El patriarcado no oprime de la misma forma a una mujer blanca, estadounidense, heterosexual, clase media y universitaria, que a una mujer indígena, colombiana, clase baja, heterosexual, sin formación educativa o cultural occidental; o que a una mujer trans, negra, bisexual, brasileña, clase media, con estudios secundarios. Es decir, las realidades identitarias no están atravesadas únicamente por el género, lo cual implica la necesidad de un feminismo interseccional si se quiere avanzar en una lucha por la igualdad.
Desnaturalizando el sexo y cuestionando los lugares de enunciación del feminismo
Cuando la filósofa estadounidense Judith Butler a finales de los años ochenta y principios de los noventa del siglo pasado escribe y publica El género en disputa. Feminismo y la subversión de la identidad (2007 [1990]), planteó una cuestión muy importante que desarticula los planteamientos teóricos de la época (incluso los de ahora) argumentando que el sexo, entendido como lo “natural”, no lo era, sino más bien, que al igual que el género era una construcción cultural.
Con lo anterior podría entenderse que no existe tal “naturaleza”, es decir, no existe ese cuerpo natural que se percibe en Occidente, pues todos los cuerpos tienen inscripciones narrativas de la cultura. La interpretación de los cuerpos a lo largo de la historia de la medicina, por ejemplo, ofrece constantes cambios, lo que añade a las inscripciones anteriores las del momento histórico, el lugar geográfico o el modelo social. Toda lectura del cuerpo es, en cierto modo, subjetiva, en el sentido de no única e imparcial, nuestra clasificación “natural” es en realidad una construcción cultural donde ciertos datos se toman como relevantes según intereses políticos y de poder.
A su vez, Butler cuestiona la existencia de esta naturaleza por medio de los conceptos de identidad y sujetx; por un lado deja atrás la concepción de identidad como estable e inamovible, entendiéndola como algo inestable, que fluye y está en un constante tránsito; y por otro, prefiere plantear a lxs individuxs no como sujetxs (seres sujetados a) ritualizados bajo condiciones de prohibición y tabú, sino como individuxs con agencia, capaces de accionar, rebelarse y cuestionar la normatividad natural impuesta.
Sin embargo, como dice la filósofa, ensayista y performática mexicana Sayak Valencia, es importante aclarar que Butler no quiere decir que el sexo no exista, pues su intención más bien es resaltar que la materialidad del cuerpo está mediada por un imaginario social y cultural, a través de unos códigos ya pactados dentro de los discursos, prácticas y normas con raíz heteropatriarcal.
A partir de esta desencialización radical del sexo, Butler llega a cuestionar ese lugar de enunciación “mujer” del feminismo, pues cuando una “es” mujer, evidentemente no es todo lo que es, debido a que el género no siempre se constituye coherentemente en contextos históricos distintos, pues éste se entrecruza con modalidades raciales, de clase, étnicas, sexuales, regionales, etc. De esta manera no es posible separar el género de las intersecciones políticas y culturales que lo producen y sostienen, lo cual hace que la perspectiva feminista se deba replantear sus supuestos y entender que “las mujeres” más que una sujeta colectiva dado por hecho, es un significante político, tal y como lo dice Sayak.
Así, Butler fue abriendo una discusión dentro del movimiento feminista que amplió los horizontes de éste, y empezó a entenderse el género como un constructo cultural normativo, como un sistema de opresión que afecta directamente a otros grupos subalternizados, anormalizados, patologizados, invisibilizados y que el sistema quiere exterminados. Y puso sobre la mesa la cuestión de la violencia que produce esta categorización que ha hecho la cultura occidental entre penes (hombres) y vulvas (mujeres), al asignar una identidad fija e imposibilitar un agenciamiento de cada individux, imponiendo roles, vestuarios, funciones, discursos y prácticas a unos y otras.
Para los años en los que Butler está construyendo su reflexión, las décadas de los ochenta y noventa, en Estados Unidos empieza a despertarse un malestar con respecto a los procesos de institucionalización LGBT, al feminismo de Estado, a la patologización de la transexualidad, a la proliferación del SIDA, entre otras cuestiones; para contrarrestar este malestar, empiezan a organizarse personas que se apropian del insulto queer buscando gramáticas, lenguajes, instrumentos y estrategias capaces de desmontar los regímenes de normalización del cuerpo que se legitima con la modernidad, haciendo una crítica a aquellas élites que estaban liderando y abanderando las luchas sociales de ese momento.
Desde el ámbito teórico el concepto como tal de teoría queer vino ligado a una versión que acabó haciéndose oficial y a otra que ha sido invisibilizada, como lo cuenta Sayak Valencia en su artículo “Del queer al cuir: ostranénie geopolítica y epistémica desde el sur g-local”:
La versión oficial sitúa su uso teórico en 1991 cuando Teresa de Lauretis, publica su emblemático artículo “Queer Theory. Lesbian and Gay Sexualities.” en la revista Differences. Sin embargo, y quizá en la misma lógica blanca del capitalismo académico, que invisibiliza lo minoritario, no se considera como uso “teórico” el que le da Gloria Anzaldúa en su libro La Frontera/Borderland, publicado en 1987. (5)
Siguiendo esa versión oficial, De Lauretis, acuña el término teoría queer para referirse a los movimientos sociales, introduciéndolo por primera vez a la academia californiana y redimensionando los Women Studies, y los Gays and Lesbian Studies.
Sin embargo, para hablar de transfeminismo, fue necesaria una migración geopolítica desde Estados Unidos hasta el Estado Español, de lo que se estaba entendiendo como teoría queer.
Migración geopolítica del movimiento y la teoría queer: de Estados Unidos al Estado español
Teniendo en cuenta los cuarenta años de dictadura franquista que se vivieron en España el siglo pasado, el pensamiento feminista desde la academia y desde el activismo, sufrió una represión que evidencia el bache existente en esta época. Fue sólo hasta la década de los noventa que el grupo LSD y La Radical Gai introdujeron un debate activista y teórico con respecto a lo queer, dando a conocer a autoras como Monique Wittig, Judith Butler, Donna Haraway y Teresa De Lauretis, posibilitando la creación de redes con el exterior para desarrollar nuevas estrategias políticas.
Sin embargo, había necesidad de trasladar estos pensamientos a un contexto de habla hispánica. De esta manera, como lo cuenta Miriam Solá, “en un gesto de desplazamiento geopolítico, pero cercano a los postulados queer, el concepto transfeminista está siendo reivindicado por algunos colectivos trans-bollo-marica-feministas surgidos en los últimos años en el Estado español”, poniendo en evidencia la necesidad de una multiplicidad del sujetx feminista, ese que Butler cuestionaba a principios de los noventa. A partir de este momento, cuando se traslada de Estados Unidos al Estado Español lo queer, se nombra en muchas ocasiones como transfeminismo, término que pretende situar al feminismo como un conjunto de prácticas y teorías en movimiento que evidencian la pluralidad de opresiones y situaciones, mostrando la complejidad de los nuevos retos a los que se debe enfrentar y la necesidad de una resistencia conjunta en torno al género y la sexualidad.
Es a partir de este momento que se generan una serie de cuestionamientos por parte de un feminismo más tradicional a toda esta corriente que empieza a surgir en los ochentas, al considerar que puede ser contraproducente la relativización de las identidades, pues puede llevar a un ocultamiento de la asimetría entre hombres y mujeres, invisibilizando las desigualdades estructurales por cuestión de género. Por tal razón la potencia de nombrar todo lo que propone el movimiento y la teoría queer como transfeminismo, se basa también en que sigue conteniendo la palabra feminismo y, como lo dice Miriam Solá, se sigue haciendo cargo de una experiencia y vínculos con el movimiento de mujeres y las luchas feministas que le preceden, permitiendo identificar y no olvidar las diferentes posiciones de poder de hombres y mujeres en la sociedad; conexiones que representan la especificidad de nuestra historia, que ha dado lugar a prácticas y discursos políticos que han creado el caldo de cultivo de lo que hoy nombramos como transfeminismo.
El transfeminismo posibilita también el cuestionamiento de constantes actuales como por ejemplo el uso de lo queer como categoría identitaria, lo cual ha llevado a incluir su inicial dentro de la sigla LGBTI, restándole a esta categoría una fuerza disidente que quiere alejarse de los movimientos gays y lésbicos ya coaptados por el capitalismo. Debido a que lo queer se trata de un movimiento post-identitario, tal y como lo explica Paul Preciado, esto no hace parte de un identidad más dentro del folklore multicultural, sino que es una posición de crítica atenta a los procesos de exclusión y de marginalización, no es un movimiento de homosexuales ni gays, sino de disidentes de género y sexuales que resisten a las normas impuestas por la heterosexualidad dominante, que se mantiene atento también a los procesos de normalización y exclusión que se generan dentro de la cultura gay, la marginalización de las lesbianas, lxs cuerpxs trans, lxs inmigrantes y trabajadorxs sexuales.
Por lo anterior, es importante poner atención a la hora de emplear términos como lo queer, pues llevarlos al ámbito de lo institucional (como lo es la sigla) hace que pierda su fuerza insurgente como movimiento. Debe tenerse en cuenta que esta palabra anglosajona es el origen, por así decirlo, de lo que se conoce como transfeminismo, y apela a una revolución o transformación profunda con unos intereses políticos, sexuales y corporales no normativos que sitúan a individualidades y colectividades marginadas en una posición de lucha contra un heteropatriarcado blanco, cis, neurotípico, documentado, clase media y masculinizado.
Lo cuir o el transfeminismo sudaca
Es de resaltar que el movimiento queer fue formado en un principio por devenires minoritarios del tercer mundo estadounidense, siendo estos el reflejo de lo que conocemos como multitudes de cuerpos que no encajan en las lógicas cisheteropatriarcales, racistas y clasistas presente en Estados Unidos, y que se originó como contestación frente a una combinación de factores económicos, políticos y sociales durante el gobierno de Ronald Reagan (1980 a 1988), quien aumentó impuestos que afectaban directa y severamente a las poblaciones pobres, racializadas, sexualmente minoritarias, migrantes y enfermas de SIDA, que en muchos casos encarnaban de manera interseccional todas las variables. Como lo cuenta Sayak Valencia, las consecuencias de estas políticas puestas en marcha por este proyecto conservador y neoliberalista (globalización), fueron las movilizaciones multitudinarias durante la década de los años ochenta. Multitudes encabezadas principalmente por feministas lesbianas chicanas, afroamericanas y asiático-americanas, junto a otro proletariado disidente sexual que habitaba ese tercer mundo estadounidense, quienes vieron la necesidad de reconfigurar las luchas de las décadas de los 70 y 80, cuestionando fuertemente el machismo y la homofobia existente al interior del Chicanismo o el Black Power.
Ello da cuenta entonces de una impronta latinoamericana dentro del movimiento queer que surge en ese contexto neoliberal estadounidense, rechazando las categorías dicotómicas opresoras como hombre/mujer, blanco/no blanco, heterosexual/homosexual e iniciando un proceso de resignificación de ese insultante y peyorativo queer, para reivindicarse dentro de lo raro, excluido, anormal, precario. Se generaron en ese marco alianzas que crearon agenciamientos inesperados, desarticularon el clamado derecho del cisheteropatriarcado blanco y dieron paso a una nueva forma de pensar la sexualidad, el género, la raza, la clase y los lugares de privilegio y opresión de cada individualidad.
Como una necesidad decolonial latinoamericana, surgen a finales del siglo XX y principios del XXI diferentes publicaciones al respecto, haciendo evidente un afán por generar conocimiento desde el sur y para el sur, y dando cuenta de que América Latina tiene un contexto social, étnico, político y cultural diferente del europeo y del estadounidense y por lo tanto las producciones teóricas de las ciencias sociales y humanas de estos lugares no resultaban necesariamente eficaces o suficientes para explicar o categorizar las realidades propias. De ahí que se incrementara el eco de los feminismos pos y decoloniales, el black feminist, los feminismos de color y tercermundistas, marcando una disidencia con respecto al feminismo blanco hegemónico, y cuestionando nuevamente esa sujeta universal femenina.
Por otro lado, es necesario tener en cuenta que, en Argentina, Néstor Perlongher, en la misma época que en Estados Unidos estallaba la insurgencia queer como movimiento político y más tarde académico, escribió una serie de ensayos entre 1980 y 1992, los cuales fueron publicados posteriormente por Osvaldo Baigorria y Christian Ferrer en un texto titulado Prosa Plebeya (2013), libro que compila sus escritos sobre las políticas del deseo y la cuestión homosexual, dando cuenta de una serie de inconformidades en el sur del continente americano, semejantes a las que estaban discutiéndose en Estados Unidos. En este mismo país, se publica además la revista Ramón 99 desde 2010 y las Ludditas Sexxxuales escribieron Ética amatoria del deseo libertario (2012) y Foucault para encapuchadas (2014), deconstruyendo las imposiciones relacionales, capitalistas, heterosexuales, patriarcales, corporales, de género y sexuales.
Al mismo tiempo, en Chile también se cuestionaban diferentes aspectos de las sexualidades, el género, la colonialidad, etc. En 2006 la Coordinadora Universitaria por la Disidencia Sexual (CUDS), haciendo uso del concepto mismo de disidencia sexual, convocó a individualidades desde el artivismo, el activismo y la academia, para reflexionar y visibilizar lo que se sale de la norma heterosexual y binaria. Su publicación Por un feminismo sin mujeres (2011), sirvió para que esta Coordinadora Universitaria dejara constancia de su pensamiento crítico con respecto a los debates acerca de lo queer en el contexto latinoamericano, tratándose temas coyunturales como la utilización de esta palabra en un contexto hispanohablante. Felipe Rivas, una de las personas que participó en la escritura de este libro con un texto titulado “Diga ‘queer’ con la lengua afuera: sobre las confusiones del debate latinamericano” afirma que el significado que se le da en América Latina a lo queer “ha venido a plantear una crítica a la estabilización de identidades esencialistas y naturalizadas del sexo, género y el deseo (…) Estas teorías se pueden reconocer a veces como queer, o como posfeministas, posgénero, posidentitarias, de Disidencia Sexual, etc.”, y por otro lado una posición de resistencia y localización estratégica frente a procesos de normalización de lo gay y lo lésbico dentro del discurso económico mercantil e institucional estatal.
De igual forma, las acciones directas y teóricas de lo queer fueron trascendiendo la geopolítica del norte, desde ese tercer mundo estadounidense hacia un sur tercermundista, decolonial, sudaca, “creando una coyuntura del desplazamiento geopolítico y epistémico de lo queer a lo cuir” como lo describe Valencia. Y es justo aquí donde se hace inevitable hacer una diferenciación con la resignificación que en el Estado español se le dio al término queer proponiéndose el concepto de transfeminismo, pues en América Latina se castellanizó la palabra y cuir se enmarcó como un término con su propia genealogía, pensando en la migración de los conceptos, como entes viajeros. Esta derivación no obedece a un entusiasmo ingenuo, más bien su intención es trazar puentes transnacionales de identificación y afinidad donde se reconozca una vulnerabilidad históricamente compartida.
Se entiende entonces que la resignificación que se le da a la palabra queer en América Latina, y todo lo que ésta conlleva (movimientos, multitudes, teoría), no dista mucho de lo que se conoce también como transfeminismo. Lo cuir o el transfeminismo sudaca, se entiende entonces como un movimiento en el cual se asume un discurso y unas prácticas no cisheteronormativas, que pretende tomar distancia de categorías binarias y coloniales.
Somos los jacobinos negros y maricas, las bolleras rojas, los desahuciados verdes, somos los trans sin papeles, los animales de laboratorio y de los mataderos, los trabajadores y trabajadoras informático-sexuales, putones diversos funcionales, somos los sin tierra, los migrantes, los autistas, los que sufrimos de déficit de atención, exceso de tirosina, falta de serotonina, somos los que tenemos demasiada grasa, los discapacitados, los viejos en situación precaria. Somos la diáspora rabiosa. Somos los reproductores fracasados de la tierra, los cuerpos imposibles de rentabilizar para la economía del conocimiento. (Preciado, 2013)
No se necesita permiso para existir
Es sabido que el movimiento feminista desde sus inicios ha tenido posturas que distan entre sí, lo que ha desembocado en el surgimiento de líneas de fuga y disidencias, implicando a su vez que haya voces oficiales que se crean con la potestad de definir lo que es y lo que no es feminista, quienes pueden o no serlo.
A pesar de todos los esfuerzos que se han llevado a cabo desde el movimiento transfeminista, cuir, disidente sexual, en la búsqueda por equidad para quienes no se enmarcan dentro de las lógicas cisheteropatriarcales estáticas, es lamentable cómo se ha desatado una ola de ataques hacia dicho movimiento, en particular a la población trans, por parte de mujeres que se nombran desde el feminismo radical, con discursos violentos que deslegitiman, patologizan y censuran la existencia de cuerpxs que según sus lógicas no pueden pertenecer al movimiento feminista, dándole la mano y conversándose al oído con los movimientos de ultraderecha más conservadores y con los religiosos más rancios, otorgándole toda legitimidad al discurso colonial que no ve más allá de unos genitales. ¿No se han dado cuenta que con ese discurso siguen legitimando el mismo patriarcado para que siga oprimiendo los cuerpos feminizados?
Nadie puede negar nuestra existencia, no pedimos permiso para ser, estamos en lucha, somos transfeminsitas.
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En su trabajo fin de máster en estudios de género, Belén Macías cuenta que “el grupo LSD surge en febrero de 1993, en el contexto del barrio madrileño de Lavapiés, un contexto bastante politizado, reuniendo a componentes provenientes de grupos feministas, de lesbianas, y de la izquierda extraparlamentaria. (MoJose Belbel, Paul Preciado, Fefa Vila, Susana Blas, Cabello/Carceller, Carmela García.) Fue un proyecto multidisciplinar de hipervisibilización lesbiana pionero en el Estado español. Interrelacionaron discursos de la identidad con una serie de discursos anticapitalistas, antimilitaristas y antibelicistas” y “Las Radical Gai surge en 1991 en Madrid. No trabajan en Chueca, barrio en el que florece todo lo gay y donde el mercado rosa encuentra su mejor público, sino que surge en el Lavapiés, por ser el lugar de encuentro de las minorías. Se disolvieron en 1997”.